"Mala mía", debería reconocer el ministro de Trabajo mientras deposita la renuncia sobre el escritorio del Presidente, en lugar de defender lo indefendible y empujar al Gobierno al desgaste por sostenerlo. El gesto no solo lo enaltecería, sino que fortalecería a la coalición gobernante, incluso a las puertas de unas paritarias que pintan ásperas. Y eso porque confirmaría a un electorado que subió la vara de la transparencia que Cambiemos hace honor a su nombre y que el cambio, como debe ser, empieza por casa. Lo otro es darle pasto al cinismo de la oposición más dura, encarnada por la resistencia K y buena parte del sindicalismo. En medio de sus apuros judiciales, repiten en asados y estrados tribunalicios que Macri encarna la dictadura y encabeza un gobierno de ricos para ricos que dice una cosa y hace la contraria. Vamos mal si lo que era aplicable a la década perdida empieza a asomar, aunque sea en dosis pequeñas, en una administración que se presenta como su contracara. El Gobierno reconoció el error de Triaca, pero lo ha defendido con el argumento de que es un buen tipo y un excelente ministro. Nadie lo duda. El problema es que siendo ministro de Trabajo insultó a su empleada doméstica con términos que es mejor no reproducir. Habrá sido en forma familiar y en caliente, pero lo que se le puede entender al Triaca hombre común no es lo mismo que se le puede dejar pasar al ministro. El otro problema, más grave, es que esa misma empleada cobre un sueldo en el SOMU, un sindicato cuya intervención comanda el ministerio de Triaca. Se supo que Triaca impulsó también el ingreso a ese gremio de su cuñado, como asesor externo. Ya era público, por otra parte, que dos hermanas del ministro trabajan en el Estado nacional, así como su esposa. El Gobierno debería tomar nota: tras el kirchnerismo, el concepto de honestidad se ha ampliado. Además de no robar, incluye también no nombrar amigos y familiares para darles un sueldo que pagamos todos y aumenta el déficit. En la Argentina, paraíso de los asesores, el poder político se mide según la cantidad de cargos públicos que se obtienen y manejan. La vieja historia del Estado como botín, que nos trajo hasta aquí. El SOMU intervenido es una muestra. Canicoba Corral, juez que ordenó la intervención, ubicó allí a su cuñado, un ex funcionario de Scioli que cobra 150.000 pesos mensuales como interventor de la obra social del gremio. El juez colocó también al hijastro de su amigo Guillermo Scarcella, operador judicial y también hombre de Scioli. Triaca no es lo mismo que Canicoba o Scarcella. ¿Por qué no ocuparse de demostrarlo? Cambiemos es un gran experimento sociológico: un gobierno conformado en buena parte por una elite acostumbrada a los privilegios se propone acabar con ellos. Para tener éxito, hacen falta transformaciones que incluso interpelan a los funcionarios en una dimensión íntima y personal. Todos cometemos errores. Lo que importa es lo que hacemos con ellos. El reconocimiento del error no ha de ser solo discursivo. Exige un gesto que lo asuma. Un gesto que pueda leerse, también, en forma simbólica. El Gobierno ha sido votado por contrastar con lo que hubo. Y dice encarnar el cambio. Pero, más allá de lo bueno hecho hasta ahora, no basta con declamarlo. Hay que demostrarlo, con gestos, día tras día. ¿O nadie está aquí lo suficientemente limpio como para enfrentar en serio las grandes y pequeñas corrupciones que son la causa de la pobreza y la desigualdad? ¿O sigue siendo la política y la vida institucional una pura lucha por el poder y el control de los negocios sucios? En los años del kirchnerismo, los funcionarios coleccionaban escándalos al por mayor y todos, con el respaldo de los Kirchner, aguantaban los informes de la prensa independiente aferrados a sus cargos. ¿Le conviene al Gobierno del cambio mostrar que se maneja de la misma forma? A mitad de su mandato, en momentos de grandes desafíos y en medio de un mar revuelto, el Gobierno tiene tres tareas urgentes, muy relacionadas entre sí: sanear un sistema enfermo de corrupción, reactivar la actividad económica y recuperar la credibilidad, la propia y la de las instituciones. Resignar a Triaca antes de las paritarias hubiera sido como quedarse sin Sampaoli a las puertas del Mundial. A pesar de sus "exabruptos", ambos zafaron. Manda la expectativa de resultados. Esto es la Argentina. La vieja, todavía. A Triaca le tendieron una trampa, pero eso no repara los hechos: hizo lo que hizo. Parece un funcionario valioso. Separarlo quizá representaría una pérdida grande para Macri. Sin embargo, en términos de credibilidad, el costo de mantenerlo en el cargo podría resultar mayor. Por otro lado, ha perdido autoridad y los sindicalistas afilan sus lanzas para las paritarias. El Gobierno debería ahorrar plata en sondeos y encuestas de imagen para darse un baño de humildad y poner el foco en evitar estos errores que cuestan caro. Al menos si no quiere defraudar a todos aquellos que, en un acto de madurez, les dijeron que no al populismo y la corrupción en las urnas. El país está aprendiendo a votar. Si acaso llegaran a volver el populismo y la rapacidad, que no sea por la suma de estos errores.
Algo más que un pequeño error
"Mala mía", debería reconocer el ministro de Trabajo mientras deposita la renuncia sobre el escritori