Algunos magistrados empezaron a actuar. No todos ni muchos, pero quizás sean los que hagan punta en una tendencia imprescindible: terminar con la impunidad en un país que se quedó en el siglo pasado. Las noticias internacionales, desde hace mucho, nos informan de decenas de líderes y dirigentes que van presos por corrupción en Brasil, Bolivia, Perú, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, España, Alemania… y podríamos seguir enumerando ejemplos. Acá no pasaba nada, salvo poquísimos aliados al menemismo, presos por poco tiempo. Hasta que… Centeno escribió, Bacigalupo entregó, Cabot sacrificó una primicia por un aporte a la patria y el juez Claudio Bonadío y los fiscales Stornelli y Rívolo están avanzando en la investigación de lo que probablemente sea la asociación ilícita dentro un gobierno democrático más grande en la historia del mundo. Sin exagerar. Estamos viendo la punta del iceberg que —sospechamos— abarcará a muchos más exfuncionarios y empresarios. Si esto se profundiza y se aplican condenas ejemplares, sea cual fuere el costo, podremos reconstruir el país sobre bases más sólidas que políticos y empresarios ladrones, encaramados en empresas que, de no haber coimeado, habrían quebrado por ineficientes y poco competitivas. Durante nuestro turbio pasado reciente, logramos que la quinta economía del mundo en un país sin guerras civiles ni conflictos externos prolongados se convirtiese en un lugar ni siquiera emergente. No fue magia: fue mafia, que, impune a lo largo de décadas, alcanzó su cénit en el siglo XXI. ¿Y ahora qué? Tiene que suceder lo que pasa en todo el mundo: los jueces son y deben ser el filtro que limpia a una sociedad de sus elementos enfermos, delictuales. Con seriedad y pruebas, sin revanchismos, pero con rigor. Quien incumplió la ley debe ir a la cárcel y la gravedad de esa sanción debe ser directa: a mayor educación, medios, dinero, cultura y recursos, la pena debe ser más grave. La ciencia jurídica lo sostiene desde hace cientos de años, pero nuestra endémica tendencia a la impunidad ha hecho que lo olvidemos. Así que debemos repetirlo. Esta irrupción de lo judicial en la vida cotidiana se replica en la política, donde no son los votantes los que desplazan del escenario a los réprobos, sino los jueces al meterlos presos. Como a Lula. Está bien, así debe ser, porque si los políticos tuviesen fueros personales, se estaría violando la Constitución más allá incluso de lo que ocurría en la Edad Media. Los fanáticos del encarcelado alegarán persecuciones políticas, abusos y cuanto relato se les ocurra; son las únicas defensas posibles. El problema no es lo que ellos digan sino lo que le crea una sociedad sedienta de líderes confiables, cuando ve cómo uno tras otro van cayendo presos. La única forma de superar ese vacío es logrando que surjan nuevas personas que reemplacen a los delincuentes, algo que es responsabilidad exclusiva de la dirigencia. No creamos que, como los jueces tienen en sus manos cuestiones que involucran a políticos y a sus testaferros, deben tener cintura o percepción política para acompasar sus decisiones a cada momento y no perjudicar la gobernabilidad ni la economía. Mentira. Es precisamente lo que no deben hacer los países serios; necesitan instituciones serias, y el Poder Judicial es medular para dar previsibilidad y credibilidad a cualquier país. Nadie —salvo aventurero— invertirá en un lugar donde las sentencias se escriben con criterios políticos. Venimos repitiendo esa letanía desde hace décadas y ¿cómo nos fue? Pésimo. Esta etapa de judicialización de los delitos no es la judicialización de la política, como algunos asustados dicen. Salvo que se equipare la política a lo delictual, cosa que es mentira. Los jueces se están o deben estar ocupándose de los delitos y los políticos, de la organización del país sobre bases más sólidas que la podredumbre en la que estuvimos. Pretender que los jueces tengan manejo político de sus tiempos y, al mismo tiempo, predicar la independencia judicial, es contradictorio. Los jueces tienen que ser solo jueces y les está prohibido legal y éticamente tener especulaciones, negociaciones o preferencias políticas, porque deben juzgar solo según la ley y la Constitución. No es una utopía: es lo que debe ser y así ocurre en el Primer Mundo. Tener una Justicia independiente y rigurosa es, en realidad, no una consecuencia sino una premisa para convertirnos en un país desarrollado. No se afectarán la gobernabilidad y la economía por lo que decida tal o cual juez, o la Corte. Habrá algún ruido, alguna manifestación, de pocos miles, mientras 44 millones seguimos con nuestra vida cotidiana, pero confiando en que los jueces no tiemblan ante los poderosos. La economía y con ella nuestra vida cotidiana y la gobernabilidad, si por algo están afectadas es por la impunidad que protege y multiplica a la corrupción. Jueces independientes, operadores judiciales expulsados de Tribunales, leyes claras, sentencias de cumplimiento efectivo, Justicia rápida. Así va a mejorar la política y, con ella, el país.
La asociación ilícita más grande en la historia de la democracia
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