Hace unos 1500 años, Agustín de Hipona escribió que la “fe es creer en lo que no ves y la recompensa de esta fe es ver lo que crees”. Inspirados por esa máxima de uno de los más sólidos pensadores de la Iglesia, economistas y analistas conservadores han desarrollado a lo largo de sus carreras profesionales la virtud de la constancia. De esa forma, han evitado que la realidad los distraiga de su fe, esperando que algún día su fe se transforme en realidad. Entre las certezas que conforman esa creencia en espera de realizarse, se encuentra la crítica al déficit público como el origen fundamental de todos los males de la economía argentina. Según esa visión impiadosa, el excesivo gasto público demostraría lo inviable de las políticas activas por fuera del manual neoliberal, en particular las que llevaron adelante los gobiernos kirchneristas a lo largo de 12 años, un período que, tomando en cuenta la historia reciente, pletórica de crisis, podría calificar de largo plazo, pero que para sus detractores fue sólo viento de cola y buena suerte. Extrañamente, así como el déficit demostraría la inviabilidad de un modelo económico, relanzar el ciclo de la deuda y de oneroso déficit de cuenta corriente, es decir, trasladar gastos corrientes muy por encima de las posibilidades de consumo actuales a las próximas generaciones, abriría las puertas finalmente a un “crecimiento sostenido”. Sin mencionar que el rojo fiscal es una deuda interna en pesos mientras que la deuda externa que se acumula en los últimos dos años son compromisos en una moneda que Argentina no imprime y cuya escasez suele generar la famosa restricción externa que se padece de forma crónica, excepto transitoriamente cuando los gobiernos serios reciben “asistencia financiera externa”. ¿De qué se habla cuando se habla de déficit? Básicamente, a nivel del sector público hay dos niveles de déficit: el primario y el financiero. El primario computa la diferencia entre los ingresos y los gastos del período corriente, mientras que el financiero agrega también el saldo por el pago de intereses y, por lo tanto, es mayor. Bajo el gobierno K, analistas conservadores, cuando hablaban de déficit, siempre se referían al financiero. Con el cambio de fines de 2015, bajo el liderazgo de un gobierno íntimo de los mercados, la referencia para hablar de déficit debió cambiar. Van quedando en el pasado las referencias al déficit financiero. Hoy, como en Brasil, las metas del gobierno en materia fiscal, siempre se refieren al déficit primario. ¿Por qué? Para evitar el análisis sobre el impacto de la evolución del endeudamiento y para soslayar la discusión sobre el pago de intereses de la deuda. Los recortes presupuestarios por ahí no pasarán. No determinar de qué déficit se habla es funcional a los dibujos creativos, que suelen servir para consolidar certezas antes que para analizar políticas. Por ejemplo, al dejar de lado el déficit financiero, analistas conservadores ocultan el talón de Aquiles del modelo de Cambiemos: el endeudamiento. El pago de intereses de la nueva deuda aumenta ese déficit que Cambiemos señaló como mal endémico a resolver y obliga al gobierno a buscar un equilibrio de las cuentas a través de la creciente reducción del gasto público en salarios, jubilaciones, pensiones; es la recomendación eterna de organismos internacionales como el FMI. El objetivo, como en Brasil, es minimizar el déficit primario sin reparar en el financiero, a pesar de que la brecha se vaya ampliando. En el último año, por ejemplo, el déficit fiscal primario brasileño fue equivalente al 1, 7 por ciento del PIB, mientras que computando también el pago de intereses de deuda llegó hasta el 8, 2 por ciento del PIB. La economía argentina también va por ese camino de ensanchar la brecha, pero la gran diferencia es que crece desproporcionadamente los compromisos en monedas extranjeras. Es la misma lógica de la convertibilidad que sostuvo un resultado fiscal primario superavitario, incluyendo los dos últimos años del período. El mejor resultado había sido en 2000 cuando registró un saldo positivo de 1, 3 por ciento en relación al PIB. Y, a pesar de los esfuerzos del ajuste (no en el pago de intereses, por supuesto), la economía no pudo esquivar el estallido de fines de 2001. No fue consecuencia precisamente de no mejorar el resultado fiscal, si no de la deuda acumulada y también de un déficit de cuenta corriente incontrolable, resultado de haber abandonado a la suerte del mercado a los productores nacionales. Con una mirada miope respecto a la región y también en relación al resto del mundo, la muletilla de la acuciante necesidad de ajuste fiscal hoy es utilizada para justificar el problema inflacionario, aun cuando muchos otros países también tienen elevados déficit y muy baja inflación. No solo Brasil tiene alto déficit y muy baja inflación (de un solo dígito), ocurre lo mismo en los casos de Bolivia (6, 5 por ciento de déficit financiero), Ecuador (6 por ciento), Uruguay (3, 5 por ciento), Perú (3, 2 por ciento), Chile (2, 8 por ciento), sólo por mencionar a algunas economías vecinas. En total desconocimiento u omisión del panorama regional, economistas “serios”, como Miguel Bein, aseguran que “la inflación se baja de a poco, a medida que baje el déficit fiscal”. Esa misma noción, sin dar precisiones claras, la trasladan a la generación de empleo, al déficit de cuenta corriente y a cualquier desequilibrio macroeconómico. Es el famoso “cherry picking” o falacia de la evidencia incompleta, a la que economistas conservadores suelen ser adictos: un dato por aquí, otro por allá y un tercero más allá. Del mismo modo, hoy Argentina debe ser como Irlanda, mañana como Perú y pasado ya se verá. Se da la extraña paradoja de haber dejado atrás un modelo insostenible por contar un déficit fiscal financiero de 1, 9 por ciento en 2013, 2, 4 por ciento (2014) y 3, 9 por ciento (2015), según lo que el gobierno actual informó en el prospecto del bono a 100 años, y haberlo reemplazado por un sistema sustentable que no sólo aumentó ese rojo al reducir ingresos fiscales como las retenciones, los impuestos a las Ganancias y Bienes Personales, sino que relanzó el ciclo de la deuda. No importan las condiciones estructurales de la economía, cómo se financia el déficit ni su impacto en el PIB o revisar las experiencias internacionales. Si hay un saldo fiscal negativo, genera caos y es inflacionario. No se preocupan en averiguar cuál es el canal de transmisión. Es ideológico. No quieren un Estado grande que pueda llegar a afectar sus negocios y el de sus representados. Más allá de la fuerza de analistas conservadores para poner en el centro de la escena al déficit fiscal como el origen de todos los males, la estrategia también implica enturbiar las estadísticas públicas a través de cambios metodológicos para hacer creer que el problema lo generó lo que llaman “populismo” y que ellos son los salvadores. A pesar de que el sistema de registro de los ingresos y egresos del sector público se adaptaba hasta finales de 2015 a los estándares metodológicos internacionales recomendados por el FMI, de forma inédita, el actual gobierno decidió cambiar dos veces la metodología de medición del déficit fiscal en menos de dos años, poniendo y sacando ingresos y egresos de organismos estatales. El impacto de esas modificaciones engordó el déficit fiscal primario y alivió el financiero. Esa oscura intención quedó más expuesta y es más grave por el hecho de no haber recalculado y publicado, con la información oficial disponible, una serie estadística de los años pasados, basada en los nuevos métodos de cálculo que permita realizar una comparación consistente para evaluar con precisión el efecto de las políticas aplicadas. El colmo de la manipulación en la exposición de las estadísticas públicas que sirve como ejemplo de hasta dónde puede alterarse la realidad a través de transformaciones metodológicas, fue dirigido hace unos días por el jefe de Asesores del Ministerio de Hacienda, Guido Sandleris, a través de su cuenta de Twitter. El funcionario, supuestamente especializado en lo inherente a la política presupuestaria, frente al desconcierto general por los continuos cambios metodológicos, difundió estadísticas de evolución del déficit fiscal que inclusive llegaron a contradecir a los datos hoy disponibles en la página web oficial del Ministerio de Hacienda. Sandleris presentó un déficit primario de 2015 de 5, 4 por ciento en relación al PIB, mientras que las estadísticas de Hacienda señalan que el déficit de ese año fue de 3, 8 por ciento, muy por debajo del 5, 8 por ciento que difundía Prat Gay cuando era ministro y más lejos aún del 1, 8 por ciento que el actual Ministerio de Finanzas le informó a los acreedores del Bono a 100 años en el prospecto oficial. ¡Las cuatro cifras corresponden al mismo 2015! Ante los cuestionamientos de integrantes de la red social, Sandleris, respondió que “la diferencia en 2015 surge básicamente por la gran deuda flotante que dejaron (1 por ciento del PIB). Para dimensionar la situación fiscal en cada año en forma correcta corresponde imputarla al déficit de 2015”. La “deuda flotante” (diferencia entre gastos devengados en 2015 y pagados) con la que Sandleris justificaba la divergencia respecto a las estadísticas oficiales también había sido utilizada por Prat Gay, entre otras artimañas de contabilidad creativa, para inflar el déficit de ese año. Como el anterior ministro, el jefe de asesores de Dujovne aplicó ese criterio exclusivamente a 2015, en función de lo que evidentemente buscaba exponer: un gobierno serio bajando el déficit. Aun así, ni siquiera sumando exclusivamente la “deuda flotante” al 2015 podría justificarse la diferencia entre la medición del funcionario y la oficial actual. En definitiva, más allá del discurso oficial de “sobre cumplimiento de metas”, en base a cambios metodológicos a medida, alejados de la metodologías convencionales, y de ingresos extraordinarios como los del blanqueo, lo que las actuales políticas han producido ha sido agrandar la dependencia del endeudamiento. E inclusive tomando como referencia la última metodología de medición que eligió el oficialismo, el déficit fiscal financiero trepó de 5, 2 por ciento en 2015 a 5, 9 por ciento en 2016 y 6, 1 por ciento en 2017 y 2018 arrancó en la misma sintonía con un avance interanual del déficit financiero en enero de 366 por ciento. Como San Agustín hace quince siglos, economistas y analistas conservadores proponen que se siga creyendo en lo que no se ve para que, tarde o temprano, lograr que se haga realidad. De hecho, en su último discurso frente al Congreso al inaugurar la sesiones ordinarias, el presidente Mauricio Macri alabó el notable “crecimiento invisible”. Como la curación por las gemas, es sólo cuestión de fe @rinconet @marianokestel
“Cherry picking” (falacia de la evidencia incompleta)
Economistas conservadores observan el déficit público como origen de todos los males de la economía argentina. Al dejar de lado el déficit financiero, ocultan el talón de Aquiles del modelo de Cambiemos: el endeudamiento. La necesidad del ajuste fiscal es justificada por el problema de la inflación pese a que muchos otros países también tienen elevados déficit y muy baja inflación.