Economía

Maestros del error

Durante los gobiernos kirchneristas, el pronóstico de cataclismos fue una constante de los denominados economistas serios pese a que la realidad los desmentía una y otra vez. Estos falsos críticos no han dejado de operar desde la llegada de Cambiemos al poder, sólo que lo hacen al revés. Pasaron del apocalipsis kirchnerista al paraíso macrista, tan inminente e igual de esquivo. La de inflación es una de sus proyecciones fallidas predilectas.

Una de las constantes más sólidas durante los gobiernos kirchneristas fue el pronóstico de cataclismos por parte de los denominados economistas y analistas serios. Pese a ser desmentidos por la realidad, volvían, año tras año, a ser vaticinados con pasión. Era el famoso apocalipsis inminente aunque siempre esquivo, paradigma que sobrevolaba la mayoría de los análisis, desde los que se podían leer en suplementos especializados hasta aquellos que padecían los programas de chimentos. Esos desaciertos sostenidos en el tiempo que en cualquier otro ámbito profesional hubieran arruinado carreras promisorias y condenado a sus autores al ostracismo, no disminuyeron, en este caso, el éxito profesional de estos maestros del error. Al contrario, cada nueva lluvia de fuego fallida consolidaba el crédito de quién la había vaticinado e incentivaba a sus colegas a doblar la apuesta y relanzar la espiral de nuevos cataclismos, igualmente fallidos. Un observador candoroso podría sorprenderse por el hecho de que fueran tomados como oráculos quienes durante años reiteradamente se dedicaron a equivocarse; pero eso sería olvidar lo esencial: sus análisis fallidos nunca fueron errores. Ocurre que esos analistas funcionan, en la práctica, como falsos críticos teatrales que opinan desde la platea cuando, en realidad, son parte de la obra que miramos. Su objetivo no es analizar la realidad sino operar sobre ella. Estos falsos críticos no han dejado de operar desde la llegada de Cambiemos al poder, sólo que lo hacen al revés: el panorama ya no será oscuro; prevalece una visión entusiasta. Así se pasó del apocalipsis kirchnerista al paraíso macrista, tan inminente e igual de esquivo. Su comportamiento se constata en las distintas variables que analizan. La de inflación es una de sus proyecciones fallidas predilectas. También la de crecimiento que fue analizada en este suplemento en febrero pasado. Al inicio del gobierno de Cambiemos, la consultora Focus Economics publicaba en febrero de 2016 las proyecciones de una treintena de reconocidas consultoras y bancos. Calculaban que la inflación, en promedio, sería de 32 por ciento, cuando la meta del gobierno era de 20/25 por ciento. En ese año la inflación fue del 41 por ciento, según IPC de la Ciudad de Buenos Aires, índice utilizado por el gobierno. Así, las consultoras la subestimaron en un 28 por ciento y el gobierno en un 82 por ciento (respecto al promedio del rango). En 2017, los errores fueron similares: las consultoras, según la encuesta del BCRA, en febrero de ese año, estimaban una inflación de 19 por ciento; el gobierno pautó una meta del 12/17 por ciento, pero fue de 25 por ciento. Los errores llegaron al 32 por ciento, en el caso de las consultoras, y al 72 por ciento para el gobierno. La dispersión entre las respuestas de las diferentes consultoras ha sido muy baja tanto en 2016 como en 2017. Que los errores hayan sido tan importantes y masivos revela el comportamiento en manada de los falsos críticos teatrales. Los líderes presentan un pronóstico y el resto coincide o copia con un mínimo margen de discrepancia, base elemental para poder ser reconocidos como economistas serios. Otro rasgo saliente de las proyecciones es que, a medida que el tiempo transcurre y se vislumbra que van quedando cortas, progresivamente deben volverse menos optimistas. Por caso, en abril de 2017, los resultados de la encuesta del BCRA daban una inflación para 2018 de 14 por ciento y fueron aumentándola todos los meses ininterrumpidamente hasta llegar a 17, 4 por ciento en diciembre pasado. Por supuesto que una proyección no es simple; requiere analizar distintas variables en simultáneo. Pero en la economía nacional y en la internacional, en 2016 y 2017, no se produjeron contingencias relevantes que puedan justificar la magnitud de las equivocaciones. En esta misma columna, el 10 de abril de 2016 publicamos un trabajo con Arnaldo Bocco donde consideramos un alza generalizada de precios de 40 por ciento en 2016. Y, en 2017, también en este espacio, el 12 de febrero pasado publicamos que sería muy difícil que la inflación sea inferior a 25 por ciento. Hoy vuelve a repetirse el esquema de una meta incumplible, pese a que el gobierno la subió un 50 por ciento. La novedad es que no hay talibanes que consideren que existe posibilidad de cumplimiento. Ahora, los economistas serios justifican esos valores irrealizables como si la meta actuara como “termostato” y, por lo tanto, aseguran que el hecho de que sean objetivos inalcanzables ya no afecta la credibilidad del BCRA. La meta, bajo esa lectura, indica hacia dónde se quiere llegar y, según lo alejado que esté de las posibilidades reales, señala la intensidad requerida de las políticas contractivas. Pese al ahínco de los economistas y analistas serios y los analistas, las absurdas metas socavan la credibilidad de la herramienta. Si bien a nivel internacional hay muchos otros casos de errores en las metas, no hay registros donde la inflación haya divergido tanto respecto a la meta oficial como en Argentina. El sistema comenzó a aplicarse en 1990 en Nueva Zelanda y lo utilizaron otros 26 países de distinto grado de desarrollo. Según el análisis de Matías Carugati publicado en El Economista, en el 77 por ciento de las experiencias (totalizan 472 casos dado que casi todos los países lo aplicaron por varios años), se cumplió la meta o la inflación estuvo por debajo del objetivo. El antecedente local con dos fuertes errores consecutivos, se sale del mapa. Sólo queda como consuelo, según advierte Carugati, que los inicios son más difíciles: en el 52 por ciento de los casos, la inflación en el primer año de aplicarse el modelo superó a la meta, pero nunca en apenas cinco meses de iniciado el año como sucedió en Argentina en 2016. Las metas también fueron empleadas de forma inoportuna. Las economías que comenzaron con este esquema tenían, en promedio, una inflación del 6, 8 por ciento. En cambio, Argentina empezó a ensayar el modelo después de haber devaluado fuerte y con una inflación previa de 26, 9 por ciento, según el IPC de la Ciudad de Buenos Aires. Como es un modelo que depende mucho de la credibilidad del gobierno, alterar la dinámica de precios en 2018 bajo este sistema, con la pérdida reputacional autogenerada, ya no parece posible. Más allá del esfuerzo de las consultoras y su protección mediática, quienes fijan precios ya no la toman en cuenta. Las metas, teóricamente debían servir para coordinar expectativas en base a una referencia válida; que sólo de cuenta de la intensidad de la contracción monetaria es insuficiente, sobre todo para una economía con tan graves problemas estructurales de inflación. Ya no hay referencia creíble para el establecimiento de contratos y consolida la inflación pasada como mecanismo de ajuste. Queda sólo de instrumento de presión contra los trabajadores. Los anuncios de nuevas subas de combustibles, los aumentos programados en transporte, electricidad, gas, agua, prepagas de salud, telefonía celular, colegios privados, el aumento del dólar y la inercia inflacionaria no amedrenta a las consultoras para volver proyectar valores irrealizables. La inflación de 2018, a pesar de contar con un ancla salarial más pesada en un año no electoral, menos consumo masivo y una mayor oferta del exterior, rondará entre el 23 y el 24 por ciento. En el fondo, más allá de la desprolijidad y el intento de condicionar las paritarias, la visión monetarista dominante, acorde a la biblia neoliberal, en lugar de estudiar el diseño de políticas productivas, el rol de las empresas públicas en los procesos de desarrollo y la mejora de la gestión pública, impulsa un marco para la aplicación de planes de ajuste. La concepción ortodoxa sostiene que comprimir la participación estatal (el gasto social fija un piso a los costos), alentaría inversiones y la creación de empleos, algo que nunca ocurrió. El mercado es caótico y no tiene la visión global y extendida en el tiempo suficiente para orientar las inversiones que un proceso de estas características requiere. A ningún gobierno le gusta la inflación ya que, en rigor de verdad, no existe una inflación buena. A lo sumo la hay mala o pésima. Lo que sí ocurre es que hay gobiernos menos preocupados por la inflación que por otras variables, como el empleo o el poder adquisitivo de las mayorías y, sobre todo, más preocupados por las consecuencias en esas variables de los temibles remedios ortodoxos contra la inflación, que las grandes mayorías del país conocen bien. Los mecanismos para controlarla difieren de acuerdo al sector que se quiera beneficiar. Los gobiernos kirchneristas le pusieron el pie encima a las tarifas energéticas e impulsaron las paritarias. La administración de Cambiemos, intervencionista como el anterior, opta por fijar techos presumiblemente bajos a los salarios y regula los mercados financieros con una tasa de interés muy alta. El modelo macrista explica la inflación por el atraso de tarifas, que los gobiernos anteriores no habían querido subir, pero no dice que esos gobiernos subieron los sueldos, que estaban muy bajos después de la devaluación de 2002. Del mismo modo que sube esas tarifas, sube el retorno del sector financiero y empeora el “retorno” de los jubilados y asalariados, sectores que históricamente ha funcionado como variable de ajuste en la biblia neoliberal. Ninguno de los gobiernos, kirchnerista o de Cambiemos, dejó de preocuparse por la inflación, sólo determinó un remedio diferente y, por supuesto, diferentes ganadores y perdedores. Esos ganadores y perdedores que los economistas y analistas serios y analistas suelen esconder detrás de una jerga confusa disfrazada de lenguaje técnico, que nos habla de “decisiones duras pero necesarias” o del virtuoso “sinceramiento de la economía”, obviando que, como siempre, sincerar tarifas significa aumentarlas mientras que sincerar sueldos equivale a ajustarlos. En campaña, Mauricio Macri criticó al gobierno de CFK y culpó a su impericia por la inflación y prometió que terminar con ese flagelo sería la tarea más sencilla de su gestión. Dos años después de asumir y haber aumentado esa inflación tan fácil de eliminar, el gobierno decidió “recalibrar las metas de inflación y demorar un año más en llegar al 5 por ciento anual previsto inicialmente, que se alcanzará en el 2020. Así, en un sólo acto oficial, el índice de inflación que, bajo el “marxista” Axel Kicillof nos llevaba en 2015 hacia el abismo, bajo el ministro Dujovne es en realidad un nivel tan manejable que hasta se puede elastizar el objetivo de disminuirlo, objetivo primordial del gobierno, al menos hasta el momento de cambiarlo. Mientras tanto, desde la platea, los falsos críticos y verdaderos maestros del error seguirán con su incansable tarea. @rinconet @marianokestel

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