Los peronistas que nos explicaban enfáticamente hace un año y monedas cómo la Pasionaria del Calafate ya se había transformado en un "cadáver político" nos avisan ahora, con similar suficiencia, que si ella ganara los comicios ese movimiento de férreas convicciones no se subordinaría a su liderazgo. Los analistas que nos recordaban las razones por las que ningún gobierno no peronista logró sobrevivir a una derrota de medio término nos aseguran ahora que si Cristina Kirchner llegara a triunfar en octubre la institucionalidad y la estabilidad económica no correrían peligro. Los ajedrecistas de Cambiemos y del Frente Renovador que, llenos de jactancia teatral, se regocijaban ante la improbable chance de enfrentar a la doctora para darle por fin un golpe de gracia, tienen hoy un jabón de padre y señor nuestro. Los oficialistas de la nueva política y de las redes sociales que decretaron la muerte de los aparatos y la territorialidad, y que hace apenas diez meses se dieron el lujo de rechazar la opción de anexar a varios intendentes justicialistas en oferta, reconocen ahora que esos mismos barones le están garantizando a la doctora la logística electoral y un buen desempeño. Los funcionarios que durante la campaña habilitaron aumentos de gas, combustibles y prepagas, y defendieron un dólar que justo en estas semanas sensibles flota hacia arriba y amenaza nuevamente los precios, se extrañan de que haya crecido el mal humor social. Los monetaristas que espantan inversores con sus informes críticos y también algunos de sus quejosos clientes del establishment, que hablan pestes de Macri en los corrillos y que le reclaman sangrientos recortes de carnicero, son los mismos que pasan por alto dos signos de la realidad: ya estos leves recortes de peluquero amenazan con generar un monumental voto castigo en el conurbano, y el fracaso que sufrió esta semana la coalición gobernante al tratar de remover a don Julio muestra con claridad los límites de su poder parlamentario y los condicionamientos reales que tiene un "gobierno para ricos" al que los ricos -decepcionados- le exigen medidas de carácter impiadoso e imperial. Los mismos que denunciaron el fracaso de las encuestas para anticipar resultados, las blanden hoy como si fueran la verdad revelada: el viernes anterior a las elecciones pasadas, María Eugenia Vidal estaba cinco puntos por debajo de Aníbal Fernández y en los estudios de boca de urna de las tres de la tarde de aquel domingo sorprendente, perdía por 15 frente a su antagonista; el 70% de los ciudadanos de la provincia de Buenos Aires todavía no decidió su voto. Estamos en terrenos inciertos y arenas movedizas; casi nadie sabe nada y todos lanzan certezas de cartón. Pero resulta obvio que habrá una batalla dentro de la Máquina del Tiempo, entre quienes quieren regresar al "glorioso" pasado y quienes desean volver al "promisorio" futuro, y también dentro del gran loquero nacional, donde una enfermera de cuidados paliativos viene a calmar los dolores provocados por el cruel cirujano. Que debió intervenir para resolver los estragos de la enfermedad letal que la mismísima enfermera inoculó en el paciente caído. Parece una obra demente, con una actriz que actúa de hada sedada y pacifista, y que le oculta al público su propósito íntimo: el violento modelo bolivariano, que tanta prosperidad ha traído al pueblo de Venezuela, y que la dama adora y trama, en su versión argenta y recargada, para su soñado retorno. Esa mujer abnegada, que sin embargo no puede responder preguntas ni caminar por la calle, a quien le llueven sospechas de corrupción, que gobierna una provincia sureña hecha pedazos donde todavía ni siquiera empezaron las clases y que lleva en sus listas talibanes amordazados y piantavotos, apaña muy especialmente a algunos referentes del pejotismo que devastaron el conurbano, que consolidaron su miseria y desgobierno, que pactaron con la mafia policial y que permitieron la instalación plena del narcotráfico. No acierta todavía Vidal a denunciar con firmeza este malentendido, este escándalo patológico de la política, ni a revelar con pelos y señales el retroceso dramático que experimentarán los bonaerenses si le atan las manos. Si Vidal no se apura a provincializar la disputa, los sufridos ciudadanos pasarán incluso por alto que pueden estar sancionando a la gobernadora y votarán directamente a Drácula o a Frankenstein con tal de "frenar" al ingeniero de Balcarce 50. Los hombres y mujeres de a pie no tienen por qué saber que el efecto de esa decisión será, como tanta otras veces en la historia, tétricamente paradójico. Un auténtico búmeran. Puesto que una victoria de Cristina encarecería el crédito internacional. Que se utiliza precisamente para no lastimar tanto y para no ejecutar un ajuste salvaje. Esto es lo que secretamente desea la reina camporista: arrinconar a Macri para que se vea obligado a la derechización y al bestialismo fiscal, y por lo tanto a la explosión de conflictividad, a la ingobernabilidad, al accidente macroeconómico y, finalmente, al helicóptero. Procesos que gene-ralmente han redundado en más pobreza para los mismos pobres. Es curioso, pero este camino de radicalización ortodoxa también lo anhelan, aunque por las buenas razones, los ortodoxos, esos dogmáticos economicistas para los cuales un shock no sólo es urgente, sino que es deseable y practicable. Estos sectores están ofendidos porque "Macri no escucha". En verdad, no los escucha a ellos, y esto siempre ha sido muy peligroso para los presidentes democráticos: en el siglo pasado esta frustración existencial alimentaba las sobremesas de los casinos de oficiales. La doble pinza de la ortodoxia y el peronismo impidieron que Frondizi, Illia, Alfonsín y De la Rúa culminaran su mandato, justo luego de haber perdido electoralmente cada uno de ellos, y por sus propios errores, en la provincia de Buenos Aires. La historia, como dice Rosendo Fraga, no tiene por qué repetirse, pero atestigua que los argentinos nos hemos pasado la vida librando estúpidamente las mismas batallas. Macri no es radical, y su destino resulta todavía una página en blanco, pero su estrella se juega a suerte y verdad en los próximos meses. Junto con ella, nos guste o no, se juega también la idea de una alternancia dentro de un nuevo sistema político y con un peronismo republicanizado. O, en su defecto, la consolidación de un partido único con rasgos de oligarquía populista. Si zafa finalmente en las urnas, el Gobierno tampoco estará librado de oscuras acechanzas. Lo peor que podría sucederles a sus muchachos, en la euforia, es pensar con soberbia futbolera: equipo que gana no se toca, y no nos vengan a cuestionar porque nosotros nos las sabemos todas. Se necesitan autocríticas serias, cambios gestionarios y una Moncloa con los distintos peronismos para realizar las reformas que nos alejen de un crac. Aquel "arte del acuerdo" que primó en 2016 fue un éxito encomiable, pero si se analiza en detalle, el Congreso sólo aprobó una de cada tres leyes del oficialismo, y entre ellas hubo muchas ciertamente inocuas. El caso a caso no fue tan efectivo; un pacto integral se impone entonces por simple sentido común. Para eso, Cambiemos no debería plantear el diálogo como un contrato de adhesión: vengan al pie que nosotros tenemos la justa. Y los peronismos deberían ofrecer su corazón en aras del país, y cumplir finalmente con su promesa: jubilar a Cristina. A unos y a otros la sociedad los observa.
El país se juega su destino a suerte y verdad
Los peronistas que nos explicaban enfáticamente hace un año y monedas cómo la Pasionaria del Calafate