El lunes pasado, cuando Macri, en su primer discurso, acusó al electorado de la corrida cambiaria por la que ahora es denunciado su gobierno, él mismo y con su furia rasgó el velo que casi todos estos años, salvo en los lapsus, lo preservó. Lo vimos a través de ese tajo que el resultado electoral le hizo a su máscara. Aunque lo que decía era incoherente y antidemocrático, irresponsable y psicópata, un rayo tranquilizador surgía de esa imagen parlante, de ese hombre destemplado que mordía bilis mientras fabulaba que “el mundo” nos daba la espalda de antemano por cómo habíamos votado. Ese rayo leve pero insisto, extrañamente tranquilizador, provenía de estar viéndolo por fin, viéndolo a él, y no al holograma coucheado al que estamos acostumbrados. Después, ya de nuevo en personaje, dijo que no estaba enojado con los votantes (ya estaba de nuevo en campaña, de modo que lo que hizo no fue exactamente disculparse con el peronismo o el Frente de Todos, sino avisarles a los no peronistas que ya no aguantan más esta sangría y que votaron a Alberto Fernández que “que los valora”, que “piensa que su futuro”, ese que él viene forjando con tanto ahínco, y a cuya localización se accederá “cuando terminemos de cruzar el río”. Ahí ya estaba atajado y atajando, como siempre, con algún as bajo la manga (algo posiblemente ilegal), y el efecto de repulsión volvió a su curso normal. Después vimos en quién se repaldará hasta octubre: en la sacerdotisa del odio que piensa “dar una paliza” electoral sumando a los esquiadores. Apareció enseguida la interpretación de ese cambio abrupto e ilógico del discurso (no había querido ofender, estaba enojado con él mismo por no haber hecho más, no había podido dormir, etc. ), como parecido o asimilable al del golpeador que primero te faja y a los dos días te llora arrodillado diciéndote que estaba nervioso, que había sido un mal día, que nunca más te va a pegar. Y es cierto que en algunos aspectos el círculo de la violencia era reconocible, pero también era reconocible en el o la psicópata a secas, esos seres sin culpa que siempre la trasfieren a sus víctimas y lastiman sin alterarse. Después de todo, los golpeadores son un subgrupo entre los psicópatas. Pero hay más variaciones. Preferiría asimilarlo aquí a otro discurso, que es el que Cambiemos camufló todos estos años, embadurnándose con una posmodernidad ya pasada de época, con globos y piletas dibujadas en el cemento, con bigotes de disfraces, con terapias provenientes de California y toda esa levedad que conocemos. Con frases hechas, con lugares comunes, con un relato pueril aunque miles de veces multiplicado en sus aparatos de difusión, Cambiemos logró esconder casi todo el tiempo su verdadero discurso, que es el de la supremacía. Ese discurso general de la supremacía ha sido el que sostuvo en el poder, en distintos tiempos, a pequeños grupos que lograron fabricar artefactos políticos entrelazados con la profunda y única convicción de esos pequeños grupos: por decisión divina, “natural”, de linaje, de raza, de clase o de religión, esos grupos gobernaron para sí mismos, amparados psíquicamente en su propia superioridad por sobre el resto de la población. Reyes, zares, tiranos, dictadores, autócratas, emperadores, a lo largo del tiempo, ejercieron ese juego mental de supremacía, fetichizaron su derecho al poder, y para mantenerse en él llevaron adelante cientos de desastres y masacres. El Pro es un partido político creado para ganar elecciones, no para perderlas. Su objetivo no es influir en la vida del país, sino ejecutar un plan de negocios de alta intensidad, que un triunfo popular aborta. Nunca Macri podrá mejorar en nada la vida de los ciudadanos, porque el Pro es un rejunte supremacista, que no puede decirlo pero que observa a la sociedad argentina, a todos los sectores que ellos mismos no ocupan, como un conglomerado molesto de seres inferiores que insisten en vivir como si tuvieran el derecho de hacerlo. Con viejos que tienen ahora la mala costumbre de vivir mucho. Con niños que no paran de nacer y a los que hay que vacunar y darles algo de comer en las escuelas, aunque hayan cerrado miles de ellas y hayan despreciado a los docentes y a los científicos y a los artistas. Con discapacitados que quieren cobrar pensiones y portadores de VIH que quieren recibir sus cócteles. Ellos nos miran como si fuéramos un circo lleno de fenómenos. El fénomeno humano que el supremacista argentino más rechaza, la síntesis de su revulsión tanto ideológica como estomacal es un estereotipo llamado “negro de mierda”. Se equivocaron las clases medias que comparten esa revulsión –que no es espontánea ni azarosa, sino el fruto de una lenta construcción política y cultural iniciada en el siglo pasado -, cuando creyeron que el supremacista podría a los rubiecitos con empleo en blanco y hogar de chalecito a dos aguas en su propio conjunto. Nunca se encimaron los conjuntos de las clases medias y los del supremacista. No estaba previsto. No resultaría lógico desde la perspectiva del supremacista. Ellos, sea los que portan apellidos o enormes fortunas amasadas en el borde o del otro lado de la ley, son un ínfimo club de campeones de no se sabe qué, que creen que pueden usar a un Estado nacional para su exclusivo beneficio. Lograron victorias electorales gracias a que nadie en los grandes medios refutó nunca sus mentiras. Lograron que a muchos trabajadores con ansias locas de ascender socialmente se les nublara la razón y creyeran que Macri venía a traerles alegría. Trajo dolor. Dolor a destajo. Lo único que el supremacista tiene y da de buena gana a los seres de los estamentos inferiores es dolor. Disfruta provocando ese daño, porque proyecta en el dolor que causa su propia estatura. Como Bolsonaro o Trump. Se siente más fuerte y seguro cuando tiene las riendas cortas. La oscuridad en la que pone al pueblo redirige las luces al palacio. Esa es la verdadera lógica de Macri y la de su discurso de superioridad, tan absurda en alguien tan poco dotado. Lo único que tiene es dinero. Macri es el que vimos por el tajo de su máscara. Ese que querría fulminarnos y tener a su disposición un país de zombies que se dejen de organizar política, sindical o socialmente. La tarea cultural profunda del macrismo apuntó a eso. A introyectar la idea de que vinimos al mundo a sufrir. Pero no encontró un país cómodo para desarrollar su proyecto. Hay países alrededor de la Argentina en los que esa tarea fue sangrienta pero cumplida. Aquí los supremacistas se chocan de cabeza contra distintas tradiciones pero sobre todo con la que amparó y dio derechos a los “negros de mierda” que la elite tanto detesta. Es gracias al peronismo que en lo profundo de la argentinidad late ese impulso de supervivencia. Nuestro pueblo sabe mirar a los ojos al patrón o al supremacista, y reclama y no se cansa de reclamar generación tras generación una vida dichosa.
El discurso de la supremacía
El lunes pasado, cuando Macri, en su primer discurso, acusó al electorado de la corrida cambiaria po…