Exiliados, hambreados, trabajadores sin descanso, estudiantes, profesionales calificados, lejos de sus familias y sus hogares y todavía tienen que lidiar con los sociópatas de siempre. Por suerte, no todo está perdido. Eduardo tiene 19 años. A mediados de 2018, mientras en la Argentina sentíamos que transitábamos un nuevo círculo del infierno que Alighieri no había descubierto, Eduardo decidió que de todos los países a los que podía emigrar, éste era el indicado. Vio algo que nosotros no, pero eso ya lo abordaremos. No eligió emigrar en búsqueda de un futuro mejor, como tenemos en nuestras mentes que se producen las migraciones, o creemos que así fueron las de nuestros abuelos. Se vio obligado a emigrar por una disyuntiva: vivir por sus propios medios o jugar a la ruleta rusa cotidiana que desde hace varios implica residir en Venezuela. Último día de abril de 2019, mientras en la Argentina se produce una huelga contra las políticas económicas del Gobierno, Eduardo se encuentra frente al edificio de lo que alguna vez fue el centro de refugio de los militantes perseguidos por la última dictadura militar en la Argentina: la embajada de Venezuela en Buenos Aires. Eduardo llegó con su bicicleta y una mochila de Glovo en sus espaldas, el símbolo prácticamente inequívoco de la inmigración reciente que busca un ingreso inmediato. Eduardo estaba trabajando como hace 12 horas al día, para poder sustentar su vida, mientras estudia Ingeniería. Eduardo aprovechó un viaje cerca de la embajada para acercarse. Eduardo se encontró con los amos de la verdad. Simultáneamente, a la embajada de Venezuela se acercaron algunos manifestantes nativos de la Argentina, un país con miles de problemas, pero en el que se vive en democracia y se cree en el respeto irrestricto de los derechos humanos, un conjunto de provincias que al organizarse como país decidieron organizar un lugar en el que se garanticen los derechos y las oportunidades a todo aquel que quiera habitar suelo argentino. Al menos eso es lo que nos enseñaron al memorizar el preámbulo en sexto grado de la primaria. Con la comodidad que les da vivir en un país en el que se puede destruir una plaza, prender fuego colectivos, pintarrajear cualquier edificio histórico, tratar de enemigo a cualquiera que piense distinto y disparar morteros contra las autoridades sin mayores consecuencias, este grupo de argentinos bien argentinos decidieron reeducar a los venezolanos. Nuestros compatriotas que por la mañana se levantaron en sus hogares, saludaron a sus familiares, desayunaron, almorzaron, pudieron prender la luz y utilizar el agua para ducharse, fueron a explicarles a los venezolanos que estaban equivocados. Es difícil enterarse que el Ratón Pérez en realidad son los padres, pero las evidencias suelen ser irrefutables cuando tu papá te da el dinero directamente. Duele, lo asumimos, pasamos a otra cosa. Crecemos. Ver que lo que queda del chavismo es un mamarracho debe doler, también, supongo. Haber creído en la revolución socialista sustentada en la venta de petróleo a los gringos y que ello termine con un payaso al frente de una dictadura asesina, no puede ser digerido con facilidad. Y allí estaban nuestros compatriotas moliendo a golpes a dos pibes de 19 años, destrozándoles la bicicleta y robándoles el celular. O sea: arruinando sus herramientas de trabajo. Proletariados del mundo, jodeos. Sólo la imagen de ellos alcanzaba para saber por qué se estaban manifestando sin hacer demasiadas preguntas: adolescentes, con sus padres a 5.094 kilómetros (7.300 por ruta vía Brasil, 8.350 vía Colombia-Perú-Chile), trabajando a bordo de una bicicleta. ¿Hace falta demasiado para saber que no están felices con su situación? Hace años que consumimos noticias provenientes de Venezuela y, como vienen de los medios de comunicación, no nos importa. Luego llegaron las oleadas de venezolanos, pero como venían a quitarnos nuestros trabajos de limpiar inodoros en bares por 50 pesos la hora, tampoco quisimos saber demasiado. Luego comenzamos a preguntar y no hay uno, ni uno sólo al que se interrogue, que no tenga un drama para contar. ¿Tan grande puede ser un complot? ¿Tan idiota puede ser una persona para creer que todos están coordinados para mentir? Ok, vivimos en una época en la que existen terraplanistas y hasta se cuestiona las ventajas de la vacunación como política de salud pública, pero no se puede ser tan ciego. Está tu padre diciéndote que él es el Ratón Pérez y en vez de aceptarlo le insultás, le escupís y, apropiadamente, le das una paliza para que entienda que el Ratón Pérez existe, qué carajos. Aquellas personas que desarrollan una conducta carente de empatía por el otro, sin remordimiento por la repercusión de sus actos en otras personas y que no tienen ninguna contemplación por los derechos individuales ajenos, poseen una calificación: sociópatas, un vocablo que resume al trastorno de la personalidad antisocial. ¿Cómo deberíamos llamar a alguien que es capaz de arruinarle la vida a otra persona refugiándose en la ideología, recurso de los cobardes y de los que carecen de argumentos propios para ganar una discusión? Los argentinos bien argentinos que agredieron a adolescentes venezolanos sin ningún tipo de miramientos quizás tenían ganas de recordarles los motivos por los que se fueron de su país: la violencia y la incapacidad de poder llevarse la comida a la boca. Curiosamente, ninguno se ofreció a viajar a Caracas a disfrutar de las bondades del Mad Max chavista. Sociópatas, pero no boludos. Por suerte, gracias a Dios, o la motivación que una quiera darle, alguien vio esas imágenes por televisión y no se quedó de brazos cruzados. Llevó a su hogar a ese chico violentado, asustado, que terminó llorando ante la impotencia de las cámaras de televisión. Y ese chico resultaron ser dos: Eduardo y Gregorio. Y ese buen hombre, resultó ser un gran amigo de quien escribe: Fernando. Puedo convivir con miles de grietas, millones si hacen falta, una por cada argentino. Pero hay una con la que no convivo ni tolero: quienes relativizan el respeto por los derechos humanos. Esa línea es clara y durante muchos años creí que un país con la historia de la Argentina lo tendría bien claro, pero hace tiempo que dejé de creer en el Ratón Pérez. Los derechos humanos en mi país vienen con beneficio de inventario: el de la vida, depende de quien; el de la libertad, siempre y cuando opines como yo; y el de la propiedad privada varía según la ideología política. Lamento quedar como un intolerante, pero todos tenemos límites y el mío es bastante sencillo. Y hasta donde me enseñó la historia de los últimos siglos, todos los sistemas políticos son malos, pero de todos ellos, la democracia es el menos malo. Todos los errores que vemos de la democracia los vemos y los podemos criticar porque vivimos en democracia. ¿Qué más hace falta para entender que un gobierno es dictatorial, totalitario y violador de los derecho humanos? ¿Una brutal represión asesina? Tomá, te doy una tanqueta arrollando a manifestantes, para que tengas una dosis suficiente para los próximos años. No tolero ni puedo tolerar el desprecio hacia la vida, la libertad y la propiedad privada, mucho menos verlo por televisión sin que nada pase. Esa grieta existe y es la peor de todas. Y por mí, que siga existiendo, porque no quiero tener nada que ver con personas carentes de empatía, justificadores de crímenes brutales en nombre de una bandera, una ideología o un delirio nacionalista en un país entregado a la buena voluntad de Rusia, China, Irán y Hezbollah. No cuenten conmigo para superar esa grieta. Prefiero toda la vida quedarme con las personas que fui conociendo en el camino y que me hacen sentir pequeño frente a su bondad, que me provocan emoción real, física: cuando veo a Fernando poniendo plata de su bolsillo para comprar el celular robado y, por si fuera poco, dándole toda la contención que un chico angustiado necesita al estar lejos de su casa. El teléfono es material, pero Fernando fue su papá por una tarde. Y puedo dar fe de ello, porque también lo ha sido conmigo. Lo mismo me pasa cuando veo a Osvaldo Bazán escribir con una mano mientras está al aire para lograr que las historias de estos chicos sean contadas, porque merecen ser contadas, porque es la clase de historias que se repitieron millones de veces con nuestros ancestros y nadie las contó. Y ni que hablar cuando veo a todas las personas que automáticamente quisieron contactarse con quien fuera para entregar una bicicleta o armar una colecta. Ese es el lado del que quiero estar, del que se pone contento cuando a alguien le va bien, del que se pone triste cuando otro sufre, del que comparte cada pedido de ayuda, cada pedido de trabajo, del que no va por la vida creyendo que es el único ser viviente que vale la pena, del que no necesita vestirse de superhéroe para contribuir a que el mundo sea un poquitín más justo. Aunque sea por un ratito, aunque sea con una persona. Cuando pasan todas estas cosas me siento orgulloso de la gente que conozco: tipos que no miran para otro lado, que no tienen miedo de abrir las puertas de sus casas a extraños, que no necesitan sobreactuar belicismo religioso inquisidor para ser buenos samaritanos, que se ponen en el lugar del otro antes de hacer o decir cosas que podrían dañar, y que del mismo modo se ponen en el lugar del otro para ayudarlo. Porque les duele la injusticia. Con esta gente sí quiero vivir. Con estas personas sí puedo creer en el futuro. Porque vale más un buen tipo que un puñado de hijos de puta.
Sociópatas, pero no boludos
Exiliados, hambreados, trabajadores sin descanso, estudiantes, profesionales calificados, lejos de su