Sociedad

Cuadernos de las coimas: cómo se hizo la investigación; paso a paso, entre el asombro, el cansancio y el oficio

El puñado de personas de LA NACION que sabíamos lo que iba a ocurrir en esas horas no dormimos la mad

El puñado de personas de LA NACION que sabíamos lo que iba a ocurrir en esas horas no dormimos la madrugada del miércoles pasado. Faltaban minutos para que se empezara a materializar la investigación que había comenzado en enero, el día en el que, en un departamento con la sola compañía de su perra Dasha, Jorge Bacigalupo me entregó los ocho cuadernos originales que hoy inquietan a todo el poder de la Argentina. Fueron meses en los que la dosis de entusiasmo, bronca, impaciencia y algún que otro desencuentro eran moneda común. Quizá nunca me voy a olvidar de la última discusión con toda la Secretaría del diario y el Departamento de Arte. Cansados, abrumados y desconfiados, sobre las 10 de la noche de ese martes, nos encerramos en nuestra querida Sala de Tapa, ahí donde todos los días se cocina la portada. Teníamos miedo de que por esas horas alguien nos ganara. Ya estaba todo dispuesto en la Justicia y decenas de divisiones ya buscaban sus chalecos para hacer una ola de detenciones de exfuncionarios y poderosos empresarios. Más gente sabía que esto iba a ocurrir. Era una romería de camisas afuera, pelos rebeldes y maquillajes olvidados después de tantas horas de trabajo. Eso sí, en cada rostro cansado había dos ojos encendidos por el fuego que nos produce la noticia irremediable. Ya se filtraba. Lo damos y salimos en "el papel", así le decimos aquí al diario, o esperamos a después de que la Justicia abra la partida. Unas quince personas, los que se acababan de enterar; los que sabían algo; los que estábamos desde el inicio, todos opinábamos. Pero los tiempos son pocos en el periodismo. No más de tres minutos. Una vez más, decidimos esperar y salir con algo pequeño: Oscar Centeno, un desconocido remisero que llevaba a Roberto Baratta , estaba detenido. Pocas cosas mejores entrega este oficio que esos minutos cuando se arrojan opciones, se refutan en el aire y se argumentan antes de que caigan al suelo. Decidimos esperar, cumplir con aquel compromiso con la Justicia de no contar nada. Al primer allanamiento, subíamos todo a lanacion.com. Salimos a perder unas horas, para tratar de ganar mucho más. Y así somos los periodistas: una vez que hay una decisión, todos a plantarse frente a un monitor a resolver. Pero todo había empezado mucho antes. Mi relación con quien sería mi fuente empezó hace tiempo, cuando de compras por el barrio, me preguntó si yo era el autor de Hablen con Julio, un libro de 2007 que escribimos con el amigo Pancho Olivera, Francisco, pero él sabe que siempre le dije Pancho. Me dio uno para que se lo firme. Mantuve esa relación varios meses y un día que nos encontramos me contó de una caja con documentos que le había entregado un tal Centeno, un remisero. "Acá está todo. Si me pasa algo, acá está contado todo", le dijo entonces. Algunas semanas después, lo llamé para pasar por ella. Por esos días, Baratta estaba detenido. Ese 8 de enero me dio la caja cerrada y me entregó un cúter. Los abrí arriba de su mesa donde habíamos compartidos unos pocos sándwiches de miga que compré de paso. Saqué una bolsa negra, de esas que cuando tienen peso acribillan la palma de la mano, y encontré los ocho cuadernos, varios CD, fotos y unas facturas de la marroquinería Antonio. "Llevalos y leelos tranquilo", me dijo. Llegué al estacionamiento, puse la caja en los pies del asiento del acompañante y no podía manejar de la ansiedad por leer. No supe muy bien qué hacer, hacia dónde poner proa. Volé a la Redacción para empezar a ver los CD. Miré y recorrí todos varias veces, saqué los cuadernos en mi escritorio; no podía ser tan perfecto aquel relato. Entonces empecé a trabajar solo unos pocos días y después, con Candela Ini y Santiago Nasra. Noches, madrugadas, datos y cafés. Tener entre manos un material invaluable para el periodismo y, a la vez, no publicar ni una coma. El 8 de marzo, Baratta salió de la cárcel y el entorno se revolucionó. Bacigalupo me pidió que los devolviera. Centeno nunca supo del pase de manos y había que desandar el camino. El 21 de marzo, a las 12.22, le dije que estaba. Bacigalupo bajó y le entregué todos los originales después de fotocopiarlos y digitalizarlos. Fui crítico hasta el extremo con mi propia investigación. Una mañana, después de hablar durante días con varios amigos y referentes de LA NACION, llegué y le dije al secretario general de Redacción, José Del Rio: "Voy a judicializar la investigación". Me miró y me contestó como lo hace casi siempre: "Doc. metele. Hacé como te parezca". Nunca más me pidió ninguna explicación y yo seguí mi camino. Me junté con el fiscal Carlos Stornelli en un bar de Palermo la primera vez. Ese 26 de marzo, le conté en qué trabajaba desde hacía meses. Sabueso judicial al fin, un minuto después me sugería hacer la denuncia ante su fiscalía. El 3 de abril fui a su casa a hablar más tranquilo y mostrarle lo que tenía. Llegué puntual, a las 17. Entre relojes y películas - Stornelli es cinéfilo y tiene el hobby de la relojería- se hizo de noche. El 9 de abril me llamó. "Mañana a las 12 paso por la fiscalía", le contesté. El 10 de abril me tomé el tren temprano para ir a Retiro y de ahí un colectivo. El presidente Mauricio Macri y el entonces mandamás de España, Mariano Rajoy , estaban en un hotel de Puerto Madero. Llegué a cubrir el evento y después de despachar una nota, salí del hotel y caminé a Comodoro Py. A las 13.39, me senté a declarar frente a uno de los secretarios de Stornelli. Fueron varias horas de narración, tipeo y café. Eso sí, descafeinado, según aclaró el secretario cuando me sirvió el tercero. No solo entregué los documentos, sino también una base de datos, la digitalización de todo el material y detallé cómo me habían llegado, qué contenían los cuadernos y cómo era la trama. Se hizo de noche, firmé y caminé hasta uno de los cafés que hay en la Estación Retiro. Creo que fui por el último café y recién ahí me tomé el tren para volver. Desde entonces, avancé solo con algunas puntas de la investigación durante varios meses. Me junté con empresarios, relacionistas públicos, algunos exfuncionarios. A nadie le conté detalles de la investigación, apenas unas pocas palabras que sirvieran para hacer el chequeo. Pasaron los meses en completo hermetismo. Un puñado de empleados de la Fiscalía y otros del Juzgado y los periodistas de LA NACION actuamos en silencio. El 19 de julio, a las 12, uno de los investigadores judiciales me llamó. Había una reunión urgente. Entré al edificio donde funcionan los juzgados federales en plena feria y de tarde. Éramos un puñado y el pedido que me hicieron fue concreto: si declaraba mi fuente, quien me entregó los cuadernos originales, los movimientos serían inmediatos. Jamás había contado el nombre de aquel hombre. No lo sabía ni la Justicia ni tampoco Candela ni Santiago, que habían trabajado en el material que él aportó. "Me tienen que dar tiempo para hablar", les dije. Me contestaron que nada pasaría la semana siguiente, pero que me iban a avisar después de que termine la feria judicial. El plan era que yo lo contacte poco antes de que fuera arrestado Centeno, como para no permitir "que alguien toque la campana", según me dijo uno de los investigadores. El lunes 30 de julio recibí un llamado. "Avanzá lo antes que puedas", me dijeron. Esa misma tarde, me comunique y quedamos en vernos el martes a las 8. Llegué 10 minutos tarde y Jorge Bacigalupo ya se había tomado un café en un barcito de avenida Lacroze casi Cabildo. A poco de hablar, aceptó. "Vengan a casa, los espero con café y medialunas". A las 14, Stornelli ya me esperaba abajo del domicilio cuando llegué. Subimos a su departamento. Nos sentamos en una mesa redonda los tres. Esta vez, la perra hizo migas con el fiscal. "Jorge, necesitamos que declare. Sería un gran aporte a la causa", le dijo. No anduvo con rodeos Bacigalupo. En ese momento, no bien tomó la decisión de testificar, Stornelli lo interrumpió: "Le tengo que informar que Centeno acaba de ser detenido". Eran las 15 y por primera vez desde que empecé a trabajar en esa investigación, había un efecto judicial. El expolicía bajó la cabeza: "Yo le dije al Negro que iba a terminar preso si no se presentaba ante la Justicia". Empezó entonces la negociación por el horario. Bacigalupo le comentó a Stornelli que justo al otro día iba la señora a limpiar entre las 10 y las 11.30. "Después de eso voy", propuso. El fiscal no podía disimular la ansiedad de que prefería la inmediatez. Siguió la conversación sobre historias incomprobables y de pronto Stornelli, viejo zorro judicial, lo cortó. "Jorge, vamos ahora y de paso seguimos la charla". Subieron al auto de la custodia y lo que vino después es la declaración que el testigo relató anteayer en LN+. Ya en el diario, empezó la vorágine entre los que sabíamos y los que se acababan de enterar. Faltaban apenas unas horas después de tantos meses de espera. Varios nos quedamos sin dormir, entre ellos, dos fotógrafos que hicieron guardia en el departamento de Baratta. A las 6, en nuestro grupo de WhatsApp, obviamente llamado "cuadernos", ya teníamos las fotos de los policías que entraban a la casa del exfuncionario. Poco después, 6.45, quedaban seis por detener. Entonces, después de estar quietos durante tanto tiempo, empezamos a publicar decenas de textos, fotos, infografías y visualizaciones que dieron inicio a una de las coberturas más importantes de los últimos años. Lo que vino después en la causa ya es conocido, pero lo que no se conoce tanto es lo que sucedió en una Redacción revolucionada ni más ni menos que por una noticia. Volvieron las camisas afuera, las ojeras y los maquillajes abandonados. Pero también los abrazos y los saludos en los pasillos. Finalmente, aquel objetivo que nos habíamos propuesto estaba cumplido. Ahora sí, solo nos quedaba hacer lo que mejor sabemos: informar.

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