Cuando se dice que alguien construye una argumentación desde lo falso, inevitablemente se afirma que esa persona miente. Se ha sostenido que la defensa de la legalización y despenalización del aborto está construida desde una falsedad y, con ese punto de partida, se intenta una supuesta posición conciliadora o superadora que, en realidad, no concilia, sino que conduce a buscar contradictores al texto aprobado por la Cámara de Diputados. Hay que hablar sin eufemismos: el argumento de la construcción sobre lo falso implica retornar al preconcepto de que las mujeres fabulan, mienten, que alguna vez, en nuestro país, hasta tuvo consagración legislativa: ¡piénsese que el artículo 990 del código de Vélez, aprobado en 1869, no permitía a las mujeres ser testigos en instrumentos públicos! Por otro lado, sostener que no se quiere penalizar con la cárcel a las mujeres y, al mismo tiempo, oponerse a la legalización del aborto sosteniendo que el Estado no hará abortos es, como mínimo, ocultar la teoría sobre la que se construyen modernamente los derechos humanos. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos sostiene en forma reiterada que cuando el acceso al aborto no está penalizado, o sea, en los casos en los que es legal acceder a un aborto, el Estado tiene la obligación positiva de proporcionar las herramientas para garantizar este acceso so pena de incurrir en responsabilidad internacional, entre otras razones, por violar el principio de no discriminación. Ese tribunal, al igual que nuestra Corte Interamericana de Derechos Humanos, reconoce que los derechos de las personas individuales pueden ser vulnerados por restricciones de facto, de hecho, si el Estado no establece las condiciones ni provee los medios que permiten ejercerlo. Es lo que sucede, en nuestro país, respecto de las personas con capacidad de gestar sin recursos que, en la realidad, no tienen acceso a la salud pública. No es exacto decir en términos absolutos que ninguna mujer ha ido a prisión por abortar. Belén es un claro ejemplo de que, pese a la buena doctrina constitucional recogida en un plenario que tiene más de 40 años (caso Natividad Frías), las mujeres pobres que terminan en hospitales públicos con nefastas consecuencias de abortos inseguros son denunciadas, lo que viola el deber de guardar secreto. No se trata de seguir modelos extranjeros, sino de cumplir lo que nos han recomendado y ordenado reiteradamente los organismos encargados de hacer efectivos los derechos humanos consagrados en instrumentos internacionales: terminar con la criminalización, por configurar claramente un supuesto de violencia de género, violatorio de derechos humanos. Tampoco se trata de que el Estado se dedique a hacer abortos, sino de asumir una política de salud pública en un contexto en el que los abortos se practican y la evidencia científica demuestra que asumirlos por el Estado a través de la legalización no aumenta el número, sino que los sustrae de la clandestinidad. ¿Por qué es tan difícil entender que no basta con que el Estado brinde protección, vivienda, educación, atención médica y psicológica o facilite la adopción luego del parto a las mujeres con embarazos no intencionales? ¿Por qué está tan arraigada la errónea convicción de que las mujeres son un instrumento de gestación, un medio para un fin? Ninguna persona debe ser tratada como un instrumento, como un objeto. En 1921, el legislador penal entendió que las mujeres no tenían por qué entregar su vida o su salud para dar la posibilidad de que un feto se desarrolle; pueden hacerlo, si quieren, pero el Estado no se lo puede imponer, y mucho menos, a través del derecho penal. Ese legislador también consideró que si ese embarazo era el resultado de un acto violento, la persona gestante tiene derecho a interrumpirlo porque está en juego otro valor constitucional, que es la libertad. Los derechos humanos hoy nos imponen entender que la prohibición de instrumentalizar tampoco puede ser impuesta a una persona con capacidad de gestar que, en los primeros meses de gestación decide, autónomamente, no continuar con el embarazo. Con un lenguaje no muy cuidadoso respecto de las personas con discapacidad, pero muy elocuente, un dicho criollo dice: "No hay peor ciego que el que no quiere ver". Dibujar con palabras una solución que implica mantener el statu quo es no ver la realidad de mujeres discriminadas en algo tan básico como es su derecho a la salud. Aída Kemelmajer de Carlucci es exministra de la Suprema Corte de Justicia de Mendoza; Eleonora Lamm es doctora en Derecho y Bioética
Aborto: hablar sin eufemismos
Cuando se dice que alguien construye una argumentación desde lo falso, inevitablemente se afirma que