Para la mayoría de la izquierda la democracia ha sido, en el mejor de los casos, un atajo cínico hacia el poder. En nuestra propia historia el argumento de ejercer el derecho contra la opresión fue falaz: combatió gobiernos democráticos como el de Perón y Cámpora, se organizó con grados militares e intentó desarrollar una guerra que, a poco de empezar, quedó sepultada por una represión militar enloquecida. Hacia adentro, la organización de las sectas poco tuvo que ver con la libertad de pensamiento: se persiguió la homosexualidad, se castigaba con cárcel del pueblo los “deslices” conyugales y se fusiló tropa propia y ajena cuando lo consideraron necesario. La contradicción señalada por Camus entre justicia y libertad como términos antagónicos se volvió cada vez mas cruel: ¿Es necesario que para comer haya que dejar de pensar?. A lo largo del Siglo XX la izquierda se enamoró del populismo aunque en muchos casos fue perseguida por esos mismos gobiernos. En otros, esa admiración enferma los llevó a tratar de coparlos desde dentro: los montoneros queriendo enseñarle el peronismo a Perón. Como aquel viejo chiste que remataba “una cosa es la joda y otra es el laburo”: no hay conductas malas en sí, depende quien las sostenga. Hay, para la izquierda, muertes buenas y muertes malas. Y hay también disparadores que justifican la acción. La intención justifica la acción: se vive en un estado de guerra preventiva en el que lo que la izquierda supone como intención del otro (aún no materializada) alcanza para lanzar la primera piedra. No importa que el otro lo haya hecho: importa que estemos convencidos de que quiere hacerlo. Los sucesos de Venezuela han vuelto a poner sobre el tapete esta enfermedad: para el progresismo argentino queda mal criticar a Maduro. Así de leve. No sería bien visto en las fiestas. Para Daniel Filmus, por ejemplo, el centenar de muertos en Caracas es comparable con “la represión del gobierno de Macri”, y a las escenas de Pepsi Co, donde solo hubo heridos uniformados y cuatro detenidos que ni siqiuiera eran del gremio que protestaba. Luis D’Elía, Ariel Basteiro, ATE, la CTA, Nuevo Encuentro y otros adhieren a las muertes sin chistar. Atilio Boron también provoca vergüenza ajena: le pidió a Maduro que “aplastara” a la oposición con el ejército. La crítica literaria Beatriz Sarlo intenta ser más elegante –aunque no lo logra- y le aclara a los Leuco que nunca fue peronista, confiesa que era maoísta (y que a la vez, ignoraba lo que sucedia en China. ¿Se referirá a los millones de muertos entre 1966 y 1976 en la Revolución Cultural?). Frente a la repregunta “¿Lo de Maduro es una dictadura?” Sarlo dice: ---Quizás es un problema técnico. Sí, es probable que uno pueda decirlo. ¿Más de ciento cincuenta mil exiliados venezolanos en Colombia, más de cien muertos y miles de exiliados económicos y políticos en la región son un problema técnico? Los organismos internacionales divagan en zonas parecidas: discuten pronunciamientos inútiles, himnos vacíos que les permitan seguir viviendo en sus oficinas de lujo. En diálogo con Pablo Rossi el ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti explicó parte de esa conducta a la izquierda de su país:“Acá en Uruguay la mitad del Frente Amplio no es demócrata, cree en la lucha de clases, cree en un marxismo de otros tiempos. Muy curioso, porque actúa dentro de los cánones tradicionales liberales. Pero ellos siguen opinando como si estuviesen en Rusia en 1917”. El jueves Loris Zanatta, catedrático de la Universidad de Bolonia, observaba con lucidez el tema y realizó la pregunta exacta. El examen que el caso de Venezuela le plantea a la izquierda universal, pero latinoamericana principalmente, es: ¿Ustedes son verdaderamente democráticos o lo son cuando les conviene?.
La hipocresía de la izquierda frente a la tragedia venezolana
Para el progresismo argentino queda mal criticar a Maduro. Así de leve. No sería bien visto.