Cultura

La indecencia del poder

Una característica de todos los regímenes autoritarios es que hay un momento en que creen que pueden someter y humillar a la población sin que haya consecuencias. El Gobierno está en un proceso similar

La democracia argentina es de bajísima calidad. Hay un sector de la política que cree que, sólo por votar cada tanto, el sistema funciona. Es una idea falsa y mentirosa. El sistema funciona siempre y cuando todos estén convencidos de respetar el funcionamiento democrático. Si un poder desconoce órdenes judiciales o se manipula la votación en el Poder Legislativo empieza a haber fallos tan grandes que el sistema pierde algunas de sus razones de ser. La independencia de los poderes o los sistemas de contrapesos institucionales son algunas de las claves. Uno de los extraordinarios problemas de la Argentina es que un sector de la política descree de esas cosas. El peronismo (y todas las denominaciones cambiantes, pero siempre dependientes de la casa matriz) no es una fuerza esencialmente democrática. Lo que en la Argentina se naturaliza, en cualquier país, más o menos normal, sería un escándalo inaceptable. Las “picardías” que utiliza el peronismo para alcanzar sus objetivos, que en general tienen que ver con favorecerse a ellos mismos, responden a modos antidemocráticos. La violación al procedimiento parlamentario que se hizo en la votación sobre la reforma judicial convierte a esa votación en ilegítima. Fue lógica la reacción de los senadores de la oposición en sentir que el poder los había humillado ya que discutieron muchas horas para llegar a un dictamen que en los últimos minutos se alteró para agregar infinidad de cargos que, por supuesto, van a engrosar los aparatos políticos (y el bolsillo) de los gobernadores peronistas. Al ser cuestionada esa metodología por un senador (Lousteau), CFK respondió que daba igual porque ellos eran mayoría. Esa expresión es la síntesis del pensamiento antidemocrático: la opinión del otro no vale. Cada vez con más claridad se nota que la política para algunos consiste en exprimir hasta el último suspiro a ciudadanos agobiados por la crisis para seguir entregando dinero a los políticos. No hay disenso interno en el peronismo cuando se trata de repartirse el dinero entre ellos. Es mentira que hay distintos tipos de dirigentes en el peronismo. Los une ser una burocracia enquistada en el poder con dirigentes que siempre son ricos y que gobiernan (con trampas, con autoritarismo) a unos ciudadanos que son cada vez más pobres por la acción de esos burócratas inescrupulosos que manejan la política. ¿Qué pasa con la democracia cuando el poder se maneja de forma antidemocrática? La calidad democrática disminuye y cada violación a la ley y a las normas deteriora aún más el funcionamiento institucional. En la Argentina hay gobiernos provinciales e intendencias en donde el gobierno es siempre el mismo o donde la alternancia se da sólo entre miembros de una familia. En muchos sindicatos pasa lo mismo. Pese a esto, que es de público conocimiento, el Presidente expresó: “Buenos Aires es una ciudad que nos llena de culpa de verla tan opulenta, tan bella, tan desigual e injusta con el resto del país”. Fernández, el vecino de Puerto Madero, una vez más, sigue la agenda de CFK, que guarda un elocuente resentimiento para con los porteños y que ya había hablado de quitarle dinero a la Ciudad de Buenos Aires antes de la pandemia. El problema de CFK y del Presidente es que en la ciudad de Buenos Aires no los votan a ellos. Una prueba más de que gobiernan para agrandar su secta. No les importa otra cosa. Quizá la causa de que Buenos Aires esté mejor que algunos lugares es que siempre se rebeló contra el peronismo. Debería reflexionar el Presidente acerca de por qué los lugares del país que mejor están son los que fueron menos gobernados por su partido. La desigualdad es por la decadencia a la que su partido somete a vastos sectores del país. Son una máquina de crear políticos millonarios y ciudadanos pobres. Miremos, por ejemplo, a Formosa o La Matanza. Esa es la medida del PJ. El sistema judicial casi no funciona desde que comenzó la pandemia. Se han producido una cantidad impresionante de muertes de ciudadanos por violencia estatal y vuelve a aparecer en el país la figura del “desaparecido” (Facundo Astudillo Castro) como en las épocas más nefastas de la historia argentina. Mientras estas cosas suceden, el poder mira para otro lado. Sólo se preocupan de los temas que los involucran a ellos (impunidad judicial para los corruptos, ventajas impositivas a empresarios amigos del poder acusados por casos flagrantes de corrupción, entre otros). Alberto Fernández muestra su poco apego a las formas democráticas y republicanas, y se niega a suministrar a la Oficina Anticorrupción información sobre su actividad profesional previo a asumir la Presidencia. Este tipo de informaciones se solicitan para ver si no hay conflictos de intereses, ya que algunos de sus ex clientes pueden tener cuestiones que dirimir en el Estado o ser proveedores del mismo. Fernández trabajó para Cristóbal López, que fue beneficiado con una moratoria en dinero que se había apropiado del Estado. En muchas partes de la Argentina no hay cloacas, pero la cloaca del poder en el país adquiere proporciones míticas. Ante este tipo de hechos surge siempre el recuerdo de las disparatadas ideas de políticos, empresarios y periodistas respecto de que Fernández traería institucionalidad y modernidad económica. La candidez (y la profunda ignorancia) de estos sectores hizo que volviesen las prácticas que muchos de ellos habían padecido en los años de CFK. Hay un texto muy interesante del profesor Avishai Margalit que dice: “¿Qué es una sociedad decente? La respuesta que propongo es, a grandes rasgos, la siguiente: una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a sus ciudadanos”. Analizado bajo este prisma, Argentina tiene un extraordinario problema de decencia. El poder y las instituciones en la Argentina son especialistas en la humillación de los ciudadanos. Lo que padeció la familia de Solange Musse es un claro ejemplo de instituciones humillando a una familia que quería encontrarse con su hija con una enfermedad terminal. La humillación ciudadana es la característica más descriptiva de lo que sucede en la Argentina. Humillan a las familias de niños que no han podido seguir las clases por internet y les prohíben asistir a clase en grupos pequeños, cuando en muchísimos lugares del mundo todos los chicos ya van a clase. Está claro que no tienen ninguna empatía hacia aquellos que imploran por sus negocios o empleos y que sólo quieren trabajar respetando todos los protocolos. Una característica de todos los regímenes autoritarios es que hay un momento en que creen que pueden someter y humillar a la población sin que haya consecuencias. Sería algo así como una desconexión de la realidad. El Gobierno está en un proceso similar. Viven en una realidad paralela donde imponen una agenda de reforma judicial (carísima) para beneficiar a los suyos cuando la pobreza infantil en la Argentina supera el 60 por ciento. Hacen negocios sucios usando normas del Estado cuando la gente ve cómo se destroza su propio negocio y su vida económica. Es impresionante la corrupción estatal y la cantidad de militantes que ponen en cargos absurdos del Estado cuando hay gente que no puede trabajar. Aumentan los impuestos mientras que otros países, que están haciendo lo mejor para superar el mal trago de la pandemia, los bajaron. El mejor ejemplo de la desconexión con la realidad lo dio el Presidente reuniéndose sin respetar la distancia y sin usar barbijo con parte del mafioso clan Moyano. Hacer eso en un país donde mucha gente no puede ver a su familia es una gran humillación y una profunda falta de respeto. El cinismo de Fernández humilla a los ciudadanos honestos. Su empatía es para con mafiosos y corruptos. El autoritarismo y la mala praxis del poder degrada a los ciudadanos. Los ciudadanos no tienen por qué soportar las humillaciones de los autoritarios.

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