En el año 1985 apareció en la Argentina un brillante libro de ensayos que despertó una fuerte controversia. Se llamaba Montoneros. La soberbia armada y había sido escrito por Pablo Giussani, uno de los intelectuales preferidos por Raúl Alfonsín. Para muchos militantes de izquierda era un texto pecaminoso porque se atrevía a bucear, desde una perspectiva liberal y democrática, en las razones del fracaso de la guerrilla. La prosa de Giussani era, además, implacable, irónica e hiriente. Uno de los puntos básicos de la argumentación de Giussani giraba alrededor de la incapacidad de la guerrilla de reconocer la existencia de regímenes democráticos. Eso resultaba especialmente claro en el caso uruguayo, pero también en el resto del continente. Si alguien ataca a la democracia porque cree que en el fondo lo que existe es una dictadura, finalmente lo que hace es contribuir a debilitar el consenso con la democracia y a facilitar la llegada de una dictadura, sostenía Giussani. Desde hace algunos años, en la Argentina, existe una sostenida corriente de pensamiento y militancia para la cual la democracia no es democracia salvo que gobiernen quienes nos simpatizan. De ese marco conceptual surgió la consigna “Macri, basura, vos sos la dictadura”, que se coreó durante los cuatro años del gobierno democrático de Mauricio Macri. En estos días, ese fenómeno se reproduce de manera casi idéntica aunque con inversión de roles. Para el día de mañana, por ejemplo, un sector importante de la oposición ha convocado a una marcha en defensa de la democracia. Esa convocatoria supone que la democracia, una vez más, está amenazada por el Gobierno. O sea que, en el fondo, estamos ante un intento de instalar una dictadura. Si así ocurriera, tal vez esa marcha tendría sentido. Pero, ¿es eso lo que sucede? Giussani, en Montoneros. La Soberbia Armada, describía así el panorama uruguayo en los 60: “Las libertades de asociación y de expresión gozaban de plena vigencia, los estados de sitios y las campañas por la liberación de presos políticos eran exotismos que la prensa solo mencionaba en sus páginas de información internacional, y la escasa policía local observaba con escrupulosidad la prohibición de realizar allanamientos luego de la caída del sol”. En ese contexto, narra Giussani, Raúl Sendic, el líder del movimiento Tupamaro, convocó a la resistencia contra un régimen “fascista”. Situaciones similares sucedieron en la Venezuela democrática de los sesenta, en la Argentina de Arturo Illia y en la Italia de Aldo Moro. Al igual que el Uruguay de los 60, la Argentina es ahora un país con alternancia, donde todos los actores políticos, así pierdan por un punto y medio de diferencia, reconocen los resultados electorales. El Congreso funciona casi normalmente. El Poder Judicial mantiene razonables grados de independencia, a punto tal que personajes muy relevantes del actual Gobierno están siendo juzgados. No existen líderes con derechos electorales vulnerados, como sucede en Ecuador, Venezuela, Nicaragua, Perú o Brasil. No hay opositores exiliados, ni detenidos, ni asesinados, ni proscriptos. Hay fructíferos diálogos entre gobierno y oposición. La desaparición de un solo militante genera una reacción contundente y masiva de la sociedad. No hay medios clausurados, ni juicios contra periodistas en plaza pública ni escraches contra nadie, que no sea en las redes sociales, donde pueden ser insultados los unos y los otros. Un comunicador puede recomendar beber una sustancia tóxica en medio de una pandemia, y no hay siquiera una sanción menor: eso ocurre incluso en un caso de semejante gravedad, y también ante el cotidiano devenir del ejercicio de la crítica, que en la Argentina se ejerce con pasión, libertad y con las bienvenidas exageraciones del caso. Las decisiones de los Gobiernos en medio de la pandemia han sido discutidas desde el principio. Ha habido marchas donde la gente manifestó sin ninguna prudencia, discusiones enardecidas acerca de sobreprecios, falta de tests, filminas con errores, infectaduras, sobre el derecho personal a desobedecer restricciones sanitarias, liberación de presos, colas absurdas de jubilados, expropiaciones, reformas judiciales. Desde hace mucho tiempo, la Argentina tramita sus dificultades en paz y en democracia. Pero hay un sector importante del país que, en cambio, cree que hay que salir a marchar para resistir la infectadura, porque cree que estamos ante la incubación de un régimen fascista encubierto, como lo sostenían los Tupamaros en los 60 ante la suave democracia uruguaya o La Cámpora en 2015 cuando ganó Macri. La marcha de mañana está inspirada por dos motivos superpuestos. Uno de ellos, es ese: la resistencia a una potencial dictadura. El otro sostiene que, para imponer esa dictadura, Fernández se aprovecha de la pandemia para mandar a todo el mundo a su casa. Mauricio Macri ha firmado documentos donde se sostenía exactamente eso. Elisa Carrió agregó que el Gobierno ha impuesto un virtual estado de sitio, y se merece el calificativo de “infame traidor a la patria”. Miguel Ángel Pichetto, en este contexto, agregó una amenaza: “Los infectólogos no van a poder caminar por la calle”. Esas cosas se dicen y, curiosamente, no merecen mayores debates. Las marchas han sido un componente maravilloso de la democracia argentina, que es callejera como casi ninguna otra. Aquí han marchado centenares de miles de personas a favor y en contra de la legalización del aborto, a favor y en contra de la resolución 125, a favor de Mauricio Macri o de Alberto Fernández, en reclamo de justicia por Alberto Nisman o por Santiago Maldonado. Pero lo cierto es que en estos momentos la Argentina tiene un problema muy serio: decenas de compatriotas mueren a diario víctimas de una pandemia. La abrumadora mayoría de los científicos del mundo –no solamente Pedro Cahn— recomiendan que la gente no se mezcle en concentraciones masivas porque así se extienden los contagios: no es un juego, no es una frivolidad, no es un capricho, porque de ello depende la vida de las personas. Sin embargo, el sector más duro de la oposición –Mauricio Macri, Patricia Bullrich, Fernando Iglesias, Miguel Angel Pichetto, entre otros— se ha sumado a la delicada convocatoria. El curioso episodio ha abierto una evidente grieta en Juntos por el Cambio. Horacio Rodríguez Larreta ha sido claro. “Yo no voy”, dijo. Tantos meses de esfuerzo para tolerar que sean sus propios compañeros de ruta los que boicotean que la curva de fallecidos, finalmente, descienda en la ciudad que gobierna. Otro que reaccionó fue el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, cuyo territorio también se ha complicado. Morales era odiado por el kirchnerismo porque el primer día de su gobierno fue detenida Milagro Sala. Sin embargo, acaba de recibir a una veintena de intensivistas enviados por el gobierno nacional para evitar el colapso del sistema de salud de su provincia. ¿Qué dirá eso de la democracia argentina? Rodríguez Larreta y Morales deben soportar a diario, sin embargo, la presión de los ultras: en privado y en público. Personas que son taxativas al juzgar sus gestiones, y las de otros, al frente de la pandemia, convocan a la gente a manifestaciones callejeras: ¿será esa su noción de un programa alternativo? Cuando la oposición se radicaliza de esta manera, la democracia pierde, porque las objeciones necesarias a los errores y desmesuras que comete todo gobierno pierden credibilidad en sectores que, planteadas en otros términos, podrían compartirlas. Aún los gobiernos democráticos suelen pifiar, defender ambiciones desmedidas, o incurrir en procedimientos cuestionables. La crítica a eso es una cosa. Calificarlos como fascistas, dictadores, amenazar a respetables científicos o marchar en medio de una pandemia es algo distinto. La democracia argentina demostrará mañana una vez más su solidez y flexibilidad: las personas que quieran, podrán marchar libremente, aun con el riesgo de contagiarse o contagiar a otros. Cada quién sabe cómo usar sus derechos.
El serio peligro de que la oposición sea copada por un discurso fanático e irracional
Para el día de mañana un sector importante de la oposición ha convocado a una marcha en defensa de la democracia. Esa convocatoria supone que la democracia, una vez más, está amenazada por el Gobierno