Los tramposos atacan vestidos de ángeles. Lucran con alitas caritativas en la espalda. Especulan con la necesidad del otro. Le ofrecen agua envenenada al adversario que tiene sed. Y a eso lo llamamos táctica. Si no nos despertamos rápido, si el acto necesario de abrir los ojos se posterga y se alarga, vasto, titubeante, con los párpados aletargados y morosos, los astutos nos despellejan como rayos a los zombies. Así es la Argentina. La trampa es popular y es aplaudida. Funciona como atajo ladino y subrepticio. Es una pedagogía al revés aparentemente imprescindible en un país de vivos. Aprendemos a transgredir en el fútbol o en el Congreso. El embajador en Brasil es embajador en los hechos, pero algún rebuscado resquicio legal le permitió trampear y volver a ser diputado por un instante equívoco y eficiente. La trampa cuando funciona es una sorpresa repetida, una piedra con la que tropezamos mil veces y con el estupor de los primerizos. Es una emboscada, un truco de urgencia, una “inteligencia” depravada y eficiente para embaucar y para anticipar, para ganar con las zarpas encubiertas pero dispuestas. Una maquinación elemental pero eficaz. El voto vale, pero es inmoral. El escritor francés Marcel Schwob escribió un texto muy raro y muy hermoso: “La Cruzada de los niños” es el relato literario de un evento que aparentemente tuvo lugar a comienzos del siglo XIII. Miles de niños emprendieron caminando desde Europa el camino hacia Jerusalén. Asumían el espíritu de las Cruzadas. Fue un peregrinaje inspirado en la utopía, lo propio de la niñez, tratar de caminar -idealmente- hacia la luz y hacia el bien. Los caminos de los niños argentinos afrontan múltiples acechanzas, es una cruzada que emprendemos todos, jamás sin sobresaltos. La escuela es el camino, la senda de la cruzada de los niños. La sociedad entera es una escuela pública que enseña por vía formal e informal también. La conducta institucional provee valores o en su defecto disvalores cuando prevalece la transgresión. La cruzada de los niños en la Argentina confronta con la trampa idealizada como conducta popularizada y concelebrada. La fiesta de la trampa no es unánime, pero está extendida como mancha venenosa. La trampa atrapa al tramposo. La Argentina se engaña a sí misma y queda herida y paralizada en esa pasión profunda y loca consistente en el juego de las trampas, que aunque no se perciba en principio, siempre es al fin un juego de las lágrimas. La trampa hiere la confianza y denigra a la democracia. Es un cebo que atrae incautos para demolerlos y clavarles en el paladar un punzón inesperado que les rompe la boca. Nos inmolamos ante la trampa como si fuera una deidad. Y siempre quedamos entrampados. Y nos acostumbramos a las celadas, y nuestros hijos aprenden que los tramposos no pierden. Es la educación invertida. El pacto con Lady Macbeth tiene alto riesgo. Ella no cederá nunca en nada. Al contrario, avanza y va a avanzar más y más. Y más aún. Y siempre más hasta el paroxismo. Lady Macbeth no se va. La ofensiva perpetua es la clave de su historia, fraguada en la práctica ilimitada de la intransigencia, y también en la ardid de la seducción. Ella baila, llora, interpela, grita dice y se desdice y enuncia siempre unas promesas para incumplirlas y hacer lo opuesto. En una tarde de febrero en el Congreso Argentino, otra vez aconteció lo mismo que ocurrió antes y tantas veces: un tahúr con cara de inocentón se introdujo en los estrados y permitió, otra vez, la consagración de una jugadita maestra y clásica; el apoteosis menor y despreciable de los ladinos manejados desde arriba y sin vergüenza. En los televisores de los bares se observaba periféricamente la escena. Este cronista abrevaba en un café con TV y pocos clientes de la calle Rivadavia por las mismas horas en las que el embajador se cambió súbito para volver a vestirse de diputado. Era un poco deprimente todo, el mantel era blanco grisáceo y el café era malo, débil y caro. Una hombre con un tatuaje difícil de desentrañar en el antebrazo que tomaba un cortado le comentó a su pareja que ingería un ampuloso café con leche cuando Scioli apareció ante cámaras: “Che, éste no estaba en Brasil”. Ella respondió indiferente: “Qué sé yo”. Y avanzó rauda sobre una medialuna vespertina. Es una síntesis y un diagnóstico. No sabemos. “Qué sé yo”, es una confesión extendida cuando nada es verdadero ni falso. Es en ese hartazgo de la baja política, cuando los vivos se la llevan toda. Ahora va a cambiar el mapa de la justicia argentina que es profundamente imperfecta, pero que puede ser mucho peor aún cohesionada y subordinada al designio implacable de esa mujer que buscará la impunidad a cualquier precio. Y así será. Será impune COMENTARIOS Comentarios CARGANDO COMENTARIOS Para comentar debés activar tu cuenta haciendo clic en el e-mail que te enviamos a la casilla ¿No encontraste el e-mail? Hace clic acá y te lo volvemos a enviar. Para comentar nuestras notas por favor completá los siguientes datos.
La seducción de los tramposos, la educación al revés y la victoria de la impunidad
El embajador en Brasil es embajador en los hechos, pero algún rebuscado resquicio legal le permitió trampear y volver a ser diputado por un instante equívoco y eficiente.