Política

Mauricio Macri: el empresario que saltó a la política y buscó la popularidad

De aquella relación conflictiva con su padre al éxito en Boca. De un secuestro a la fundación de un partido político que venció al PJ. Este domingo, un nuevo desafío.

Entre las PASO y este domingo, todo cambió. En agosto estaba convencido de que iba a ser reelecto. Y si la moneda le mostraba la otra cara, pensaba en irse a su casa, que es lo que dijo haría en 2015 si perdía ante Daniel Scioli. Aquel convencimiento, sobre todo el de la reelección, camina ahora en el alambre del funámbulo. Sabe que es casi imposible. Que será muy difícil. Pero el baño de multitud que le dieron las marchas populares en estos últimos dos meses, el slogan de campaña, “Sí, se puede”, que como todo slogan persigue el fatuo destino de ser cumplido sólo a fuerza de repetición, y esa adrenalina incesante y adictiva que da la política, vieja o nueva, en acción, le hacen pensar que, si el domingo es derrotado por Alberto Fernández, puede encarnar nada menos que el liderazgo opositor a un gobierno K con dos candidatos que exhiben, en secreto y de modo irremediable, dos de las muchas corrientes siempre irreconciliables del peronismo. Si Mauricio Macri aspiraba a una vida tranquila en el terreno llano, ya lo olvidó. Lo de “vida tranquila” estuvo siempre por verse. El tipo es un volcán. No en erupción, pero el magma está allí. No se llega a presidente de un país sin un poco de hervor pétreo en las entrañas. La estrafalaria manera que el azar elije para manifestarse en la Argentina hace que Mauricio Macri deba enfrentar en las elecciones 2019 a su archirrival de 2015, Cristina Fernández, (lo de Alberto Fernández parece anecdótico) la que lo desairó y no le entregó la posta presidencial, como manda la pobre Constitución tan vapuleada, porque, según afirma la ex presidente en su panegírico autobiográfico, hubiese sido la aceptación de una derrota imposible de aceptar. Así de duro fue el golpe. En la política argentina es difícil comprender que hay batallas que se ganan de rodillas. En un país sin zancadillas del azar, sin mitologías de potrero y sin anhelos de eutanasia, un gobierno con los altos niveles de pobreza y desocupación, con la alta inflación irrespirable, con los compromisos de deuda externa y con yerros admitidos y ocultos como los que exhibe el gobierno de Macri, no podría ser reelecto. En ese mismo país, alguien con trece causas penales abiertas, siete prisiones preventivas dictadas, una en firme dictada por la Corte, no podría ser candidato a nada. Y sin embargo aquí vamos. Cada quien con su pasado. El de Macri es conocido. Nació en Tandil hace 60 años, hijo de un empresario exitoso que se haría muy poderoso con los años, que supo negociar con todos los gobiernos, y fueron muchos, siempre en beneficio de sus empresas, Macri fue un niño rico. Según quién lo mire, eso es una bendición o un pecado mortal. Al menos es motivo de descalificación para quienes, como sugirió alguna vez un activista hoy preso, lo popular y digno tiene que ser “negro, feo y pobre”. A ver si es que no hacemos también sociología de potrero. Como fuere, incluso aliviada por su posición social, la infancia de Macri no fue lo que se dice fácil. La infancia no es fácil para nadie. Es un territorio al que es agradable volver desde el futuro, pero en el que es mejor no establecerse. Franco Macri dejó al hijo en brazos de su madre, un remedo de su propia historia de padres separados y de madre desentendida de su destino en la posguerra europea. Pese a todo, había designado in péctore a su primogénito como el heredero de su imperio en formación. Cuentan que una mañana, cuando Macri hijo apenas si descifraba los números, Franco le puso en las manos un número de teléfono para que los marcara en aquellos aparatos de disco pesado y ante cualquier cosa que necesitara. Era el de la secretaria de Franco, Ana Moschini, que con los años pasó a ser secretaria de Macri, ya candidato y jefe de gobierno de Buenos Aires, y a quien le dedicó su discurso de celebración en Costa Salguero, la noche en la que se consagró presidente, “porque me cuida desde los cinco años”. Un jóven Mauricio Macri junto a su padre, Franco. Foto Reuter. Con Franco siempre hubo años tormentosos. Desde la pubertad Macri tuvo que visitar como príncipe heredero las empresas y fábricas del padre que quería ejercitarlo temprano y con el aprendizaje en directo, en el arte difícil de la conducción. El chico sólo quería jugar a la pelota y ser el 9 de Boca. Lo normal. Pero fue ejecutivo desde muy joven del grupo empresario familiar. Había sido un chico obediente en Tandil y lo era de preadolescente, según definió alguna vez. Macri tuvo con su padre una relación de conflicto, de amor y boicot, de admiración y desprecio, de competencia y camaradería acaso agudizada por el espíritu siempre indócil del sur italiano, que es de donde viene la sangre de la familia. Mereció años de diván, un trasiego siempre doloroso hasta acomodar las piezas en el tablero, y mereció también la tarea de una guía budista, vital con sus gones y sus cuencos, porque ese encuentro con la cultura oriental “me armoniza”, dijo alguna vez. La introductora al budismo se llama Cristina: después digan que el azar no juega a los dados. Esa tormentosa relación con el padre empezó a arañar la adultez aquella noche de Costa Salguero, cuando Franco llegó por sorpresa a la fiesta del hijo flamante presidente, y se consumó, acaso con un lento arriar de las banderas del orgullo y en un contrapunto de ópera verdiana en el lecho de muerte del empresario, en marzo pasado. Mauricio Macri, inmediatamente después de ser liberado tras su secuestro. (Archivo Clarín) La historia de Macri se dio vuelta para siempre el 24 de agosto de 1991. En los primeros minutos de ese día, cerca de su casa de la calle Tagle, lo secuestró una banda de oficiales y suboficiales de la Policía Federal que habían actuado durante la dictadura militar y que eran parte de lo que, con la alegre banalidad con que a veces designamos las tragedias, dimos en llamar “mano de obra desocupada”. Lo trompearon, lo metieron en una camioneta, lo desnudaron y lo encerraron en un ataúd de cochería, le pusieron la lúgubre tapa con crucifijo incluido y se sentaron encima. Macri creyó que se asfixiaba. Nadie sale indemne de algo así. Lo metieron en una casa medio en ruinas de Garay al 2800, lo encerraron en una “caja” metida en un sótano, le tiraban el alimento de rotisería por un hueco del techo y pidieron rescate. Macri llegó al cautiverio con una afección infecciosa que requirió la compra y administración de antibióticos por parte de sus captores. Pese a los cuidados médicos, Macri igual pensó que lo iban a matar. Quién sabe si alguna vez supo qué tan cerca estuvo de terminar con una bala en la cabeza. Mauricio Macri, al recuperar la libertad. A su lado, José Luis Manzano. Foto Archivo Hace casi tres décadas, el entonces flamante ministro del Interior de Carlos Menem, José Luis Manzano, narró parte de esa odisea a tres periodistas de este diario. Había asumido doce días antes del secuestro y no sabía qué hacer con el “regalito” que le deparaba la realidad del país. Recurrió a un amigo radical, Enrique “Coti” Nosiglia, que le pidió un tiempo, el que no había, para averiguar algo. La respuesta llegó veloz. “Es la Federal –le dijo Nosiglia a Manzano–juntá a la cúpula y hacéles saber que el Presidente quiere que aparezca con vida. Si Macri todavía está vivo y aparece, das una conferencia de prensa vos, el Jefe y quien el Jefe diga. No jetonea nadie más”. Manzano reunió a los capitostes de la Federal en el helipuerto de la Costanera Sur, alzó la copa en la fría noche para recordar a los caídos de la repartición y dijo lo que le interesaba decir: “El Presidente está muy interesado en que Macri aparezca con vida”. El juez de instrucción, Nerio Bonifatti, empezó a actuar de oficio, ya que no hubo ninguna denuncia de secuestro por parte de la familia, a instancias de la Policía Federal. A esas horas, los secuestradores discutían qué hacer con la víctima mientras negociaban el rescate con Franco. Fueron seis millones de dólares que se encargó de llevar y entregar en persona Nicolás “Nicky” Caputo, el hermano de la vida de Macri, una relación nacida en los años de estudio adolescente en el Cardenal Newmann. Aquella fue otra odisea de más de nueve horas a lo largo de “postas” trazadas por los delincuentes, que llevó al pagador desde la esquina del Teatro Colón hasta Boulogne, Del Viso, Tigre, González Catán y Lomas de Zamora para terminar con la entrega del dinero en la Isla Maciel. El de Caputo fue el primero de los teléfonos que Macri dio a sus secuestradores para que empezaran las negociaciones por su vida. Lo liberaron el 5 de setiembre. La conferencia de prensa que dio Manzano fue la representación exacta de la escenografía que dictó Nosiglia. Dicen que el “Coti” ve de vez en vez al Presidente, lo que provoca cierta ira contenida de Elisa Carrió. En el yunque de la dramática experiencia del secuestro y la liberación, muerte y resurrección, se fraguó la personalidad de Macri. Ese mismo año 91 se separó de su primera mujer, Yvonne Bordeu, con quien tuvo tres hijos; empezó a acariciar la posibilidad de ser presidente de Boca, ya que no iba a alcanzar nunca la titularidad con el nueve en la espalda, ni con ningún otro dorsal; en 1994 se unió a Isabel Menditeguy, que también arrastraba una historia trágica: la del secuestro y asesinato de su novio, Ricardo Manoukian, a manos del clan Puccio. Se separaron en 2005. Mauricio Macri junto a Carlos Salvador Bilardo, entrenador de Boca Juniors en 1995. Foto Archivo En 1995 ya presidente de Boca, empezó una gestión rodeada de éxitos deportivos, nombres famosos y actitudes polémicas: enfrentó a Carlos Bianchi, y viceversa, con quien compitió, a la manera de Franco, por compartir la paternidad de esos éxitos; mantuvo una pelea sorda con Juan Román Riquelme, cobijó a Martín Palermo, a Guillermo Barros Schelotto, a Carlos Tevez. Manejó el club como a una de sus empresas. Lo vieron muchas veces en las mañanas hablar cara a cara, siempre a solas, con algún ídolo del equipo o mandamás de vestuario, en una confitería de rumbosa fama nocturna que se alzó en Avenida del Libertador y Tagle y que hoy es una pizzería de culto. Macri junto a Carlos Bianchi, después de obtener la segunda Copa Libertadores consecutiva, en 2001. Foto archivo Con Tevez hay una historia que pinta a sus protagonistas. Hubo que convencer al “Apache” de que su vida deportiva debía seguir en el exterior. Que era lo mejor para el club y para él. Lo convenció Macri con un argumento incontrastable: “Vos andá, hacé los primeros veinte palos y después, volvés”. Hablaban de dólares. Dice la leyenda que una tarde, cuando Macri era jefe de Gobierno, recibió una llamada del exterior. Era Tévez. -Ya está –le dijo el delantero después de los saludos. -¿Ya está qué?, –quiso saber Macri que había olvidado su consejo. -Ya hice los veinte palos. Mauricio Macri visitó a Carlos Tevez en Chinas, en 2017. Foto EFE Tevez volvió a Boca en 2015, en plena campaña de Macri por la presidencia. El fútbol es para Macri una vía de acercamiento aún entre estadistas. Tal vez exagere su entusiasmo, pero en junio pasado, durante la última reunión del G20 en Japón, y con el júbilo desatado entre los funcionarios del Gobierno por la firma del acuerdo con la Comunidad Económica Europea, a Macri lo vieron, celular en mano, intentando deslumbrar al primer ministro chino Xi Jinping con uno de sus goles marcado en esos partidos de hacha y tiza entre amigos, que se disputan en la quinta familiar o en la de Olivos. Esa épica deportiva se ha espaciado con el tiempo: los años pasan factura y las rodillas también. Lanzado a la política en vísperas del siglo XXI coqueteó con el peronismo, y viceversa, integró la lista a diputados por el PJ de Misiones, con Ramón Puerta de padrino; Menem le ofreció ser candidato a senador por Buenos Aires en el 2001, todo con el fervoroso veto de Franco y el impulso del entonces vicepresidente del grupo Macri, Jorge Aguado. Su irrupción en la vida política argentina desató los odios más viscerales en una sociedad que aspira a la riqueza individual, pero desprecia a quien la alcanza. El mote de niño rico fue un lastre para una figura que no reunía para nada los requisitos, a veces cuestionados, del político tradicional; en 2003 Duhalde le ofreció la candidatura a presidente antes que a Néstor Kirchner. Macri la rechazó porque estaba convencido de que, después de la casi terminal crisis de 2001, había que partir de cero. Qué hubiese sucedido si lo que no pasó hubiese pasado, tal vez no sea motivo de análisis, pero no es vano imaginarlo. Por lo pronto, el peronismo pragmático habría admitido a Macri entre sus filas, como admitió a otros empresarios exitosos. Macri fundó Compromiso para el Cambio, Unión Pro, Cambiemos; fue diputado en 2005, jefe de Gobierno de Buenos Aires en 2007; se negó a competir contra Cristina Fernández en las presidenciales de 2011 por seguir el consejo de su fiel asesor, Jaime Durán Barba, que le reveló que era imposible ganarle a una viuda (Néstor Kirchner había muerto en octubre de 2010); enfrentó en esa especie de paso por el desierto denuncias e investigaciones judiciales, unió su fuerza a la de la UCR y a la de la Coalición Cívica e hizo nacer Cambiemos; se largó a la pelea por la presidencia y ganó frente a un kirchnerismo agotado y sacudido por la corrupción y el personalismo. Nada que no sepas. En 2010 conoció a su actual mujer, Juliana Awada; fue en un gimnasio de Barrio Parque. El ahora político exitoso arrastraba una fama, la estela perdura, de una tumultuosa soltería, que a menudo invadía incluso su vida en pareja, jalonada por correrías verbeneras que saltaron sin trabas, algunas, el siempre prudente muro de la discreción. En casos como éste, la fama hace más que las personas y, a menudo, las personas hacen honor a la fama. Como fuere, la matriarca del clan Awada, la diseñadora y creadora de modas Elsa Esther Baker Yessi, conocida como “Pomi” Awada, le hizo saber a Macri que si Juliana padecía alguna pena de amor contrariado por culpa de su carácter tumultuoso y por sus devaneos propios de chiquillos y no de gente madura y sensata, ella iba a usar las pesadas tijeras de su arte y oficio en alguna zona sensible de la anatomía del galán. Macri llama a su mujer “La Hechicera”. Se casaron el 16 de noviembre de 2010 y tienen una hija, Antonia, que nació el 11 de octubre de 2011. Mauricio Macri y el presidente estadounidense Donald Trump tienen una muy buena relación desde los años 80. Foto AP Cuando en los años 80 los Macri intentaron entrar en el poderoso negocio inmobiliario de Nueva York, se toparon con un escollo: Donald Trump. Cuando fracasó el intento de construir un mega proyecto en un gran terreno que había pertenecido a Trump en el Upper West de Manahttam, Macri y sus socios inversores tuvieron que venderle el emprendimiento al propio Trump y a precio vil. En aquellos años, el joven Macri fue anfitrión en Buenos Aires del entonces también joven empresario Trump, y es presumible unas andanzas tumultuosas por la noche porteña, si se tiene en cuenta cómo las gasta el impredecible habitante de la Casa Blanca. La amistad que perdura entre Macri y Trump, los negocios son otra cosa, facilitaron el apoyo que el americano dio al préstamo que otorgó a la Argentina el año pasado el Fondo Monetario Internacional, el más grande en la historia de ese organismo. La particular relación Macri-Trump hace que, en unos días en los que los estadistas intercambian por Whatsapp, el presidente de Francia, Emmanuel Macron y el primer ministro canadiense Justin Trudeau lo consulten sobre cómo enfrentar las bravatas, los caprichos y las bufonadas del presidente americano. Las elecciones que vienen, y lo que viene, decidirán muchos destinos políticos. Nada está escrito. Ni siquiera los tranquilos retornos a casa. En el entorno de Macri sueltan una definición hasta ahora desconocida, como una estocada, sobre el curtido carácter presidencial. Tiene memoria para la venganza, dicen. Sabe esperar.

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