Lucero es flaca y morena. Dice que llegó tarde porque tuvo una reunión en el trabajo, que tiene clientes de Boston y otras ciudades de Estados Unidos y a veces tiene que estar a disposición para hablar vía Skype cuando ellos quieren. Que tiene un buen trabajo, eso dice, pero se la oye triste. Percibo en ella un leve olor a alcohol, como si hubiera tomada una o dos cervezas para tomar coraje antes de volver a su casa. Tiene los ojos negros y profundos, el pelo atado a la altura de la nuca —luego se lo atará más arriba, sobre la cabeza, y notaré sin decírselo cuánto más lindo le queda—. Me saluda con un beso y un abrazo cálido. Apenas nos conocemos, conversamos por Whatsapp dos veces para coordinar mi llegada, pero ella dice —me dirá— que la mía era una llegada importante. Después va hacia Guillermo y lo alza. Guillermo es su hijo y llora poco. Tiene siete meses y es gordito y lindo. ¿Con qué palabras se describe a un bebé que mantiene la alegría en un lugar donde es un verdadero mérito mantenerla? Lucero lo besa y me dice éste es Guillermo. —Este es, muchacho, Guillermo —así me dice. Yo digo hola Guillermo, le toco los cachetes como una tía y le doy un beso, pero mi barba le pica y esconde la cara en el pecho de Lucero, que me mira y me dice es tímido. —Al principio es tímido. Alix, la madre de Lucero, le dice que igual ya me conoció, que estuvimos charlando mucho, y le pregunta a su hija si quiere unas arepitas. Lucero dice que no, que comió en la oficina y que quiere darle la teta a Guille porque ya es tarde. Se sienta en una silla en el living y a Guillermo se le abren los ojos de alegría. —Un día de estos me gustaría que me cuentes tu historia —le digo a Lucero. —Puf… Mi historia… —dice—. ¿Quieres que te la cuente? —Pero en otro momento, cuando quieras… —Te la cuento ahorita…. El manual indica que si una persona quiere hablar hay que dejarla, que es mejor un testimonio catártico que uno exigido, pero acabo de llegar a Venezuela y a su casa y tal vez convenga esperar a tener más confianza. Pero lo pienso en vano, porque ella tiene ya los ojos llorosos y empezó a contar su historia. Me siento culpable y desprevenido y apenas atino a prender el grabador del celular. Lucero da la teta mientras llora y expulsa una furia y una melancolía inmensas. Todo lo que sale del cuerpo de Lucero es angustia y quién sabe si esa angustia estará entrando en Guillermo. Dice que no, que no pasa nada, que ella puede —quiere— hacer las dos cosas a la vez, porque su historia es también la de su hijo y están juntos en esto desde el principio. —Pero hija… —dice Alix. Lucero ya no la escucha. Serán dos o tres minutos de relato contenido. Luego seguirá llorando, ya sin contenerse, y dando de comer. Todo a la vez. Todo intensa y desesperadamente. "Yo voy un día al médico y me dice: 'Todo está bien, todo está ok'. Y de repente pasa un día y se había equivocado la semana de parto. Una mujer usualmente tiene cuarenta semanas para el parto, pero cuando eres primeriza no sabes si tienes treinta y siete o treinta y ocho. Y en ese momento yo no sabía que ya llevaba treinta y nueve semanas, porque los médicos aquí son inciertos. Entonces me dicen que el bebé ya estaba a término. Yo estaba bien. Al día siguiente, un miércoles, yo estaba sentada en la computadora y empiezo a perder líquido. 'Mamá, estoy botando agua', le digo a mi madre. Llama a tu doctora, me dice. Voy al médico y me dice que es una dilatación nomás, que tome antibióticos. Y yo me fui a la farmacia y me compré unos antibióticos. Pensé: esto va a pasar, porque no sabía que estaba a término ya. Entonces nunca me puse los antibióticos porque mi intuición decía que no lo hiciera. Y el viernes me toca otra vez cita con el médico. Tenemos que hacerte una eco porque estás rompiendo fuente, me dijo ese día. 'Te tenemos que inducir el parto o hacerte cesárea'. Y ahí empezaron los juegos del hambre. Recorrí seis hospitales de Caracas. Fui a Maternidad Santa Ana, donde me dijeron que no tenían anestesiólogo. 'Si vienes pariendo, con la cabeza del niño afuera, recién ahí te podemos hacer el parto', me dijeron. Ahí me fui a la Clínica Popular de Catia, donde me dijeron: '¿Tienes antibióticos en tu casa? Búscalos, porque puede contraer una infección'. Y el miedo me atacó y rompí fuente finalmente. Tenía demasiado líquido. Entonces me fui al Pérez Carreño. Me dijeron que no me podían atender porque no tenían cama. Y me botaron. 'Vete para el Universitario'. Llego al Universitario y me dicen que no me pueden atender porque no tienen agua. No había agua en el hospital, ¿entiendes? No tenían agua para lavarse las manos, para lavar los insumos, para nada… Una clínica privada normal te cobraba aproximadamente 500 dólares para parir. Yo no tenía ese dinero. Fui otra vez al Pérez Carreño y me dijeron vente a las siete de la mañana. Todo esto con una orden médica que me ordenaba parir. Entonces me volví a mi casa, traté de descansar, era imposible, y cuando se hizo la hora me devolví al Pérez Carreño y llegó el médico, me hicieron el tacto y me dijeron siéntate allá. Me devolvieron la ficha y me dijeron: 'Mira, acá no tenemos cama para atenderte, devuélvete al Hospital Universitario'. Y les hice caso. Me devolví al Hospital Universitario y les dije atiéndanme, porque yo quiero tener a mi hijo. Eran las once de la mañana del 14 de julio del 2018 y lo único que escuché fue: 'A esta niña hay que inducirle el parto porque tiene cinco dilataciones y perdió demasiado líquido'. Y me dijeron: 'Si nace el niño, mueres tú'. Si supieras todo lo que yo vi en el Pérez Carreño mientras estuve sentada esperando a que alguien me atendiera. Yo vi entrar a una mujer con un parto de siete que parió y su bebé nació muerto. La vi llegar con el bebé envuelto, mientras yo estaba ahí esperando mi turno. Me miró y me dijo: 'Mi bebé nació muerto'. Tenía que pasar a la morgue. Muchas mujeres salían de parir y las ponían en una silla a dar teta porque no había cama o incubadora. Ahí en el Universitario a mí me atendieron 'bien', pero lo digo entre comillas porque prácticamente tuve que exigir que me atendieran. Les dije que tenía cinco dilataciones, que no aguantaba, que no me importaba que muriera yo pero quería que naciera mi bebé. Fue bastante rudo. Me hicieron firmar una hoja que para mi fue muy importante, porque me decían: no tenemos UCI (Unidad de Cuidados Intensivos) para neonatales. Es decir, si tu hijo nace sietemesino o con problemas respiratorios ellos no pueden hacer nada, si tu hijo muere es tu culpa, no es nuestra culpa. Y yo dije bueno, José Gregorio ayúdame, yo quiero que me hijo nazca. Y ahí me dijeron es tu hijo o tú, y yo dije somos los dos. Me hicieron bajar de la camilla, que no tenía el banquito que suele tener para subir. 'Bájate de la camilla. Puja', me decían. 'Vuélvete a subir'. Y era como subir dos escalones de un solo golpe, con una barriga tremenda. Y yo lo aguanté. Y le dije a la doctora: 'Doctora, ayúdeme'. Yo no sé si estaba en riesgo, pero tenía veintiséis horas con una orden de parto, veintiséis horas paseando por seis hospitales. Y lo único que me decían era camina, camina para que te baje el bebé, como si fuera un elefante, no sé, como si fuera un capítulo del National Geographic o algo así. Tenía riesgo de vida, porque tenía ruptura permanente de membrana (RPM). Esto lo dicen cuando empiezas a botar líquido en el momento antes de parir. Y cuando se acaba el líquido el bebé muere asfixiado. Si no lo atiendes a tiempo, el bebé fallece. Y ése era mi miedo. Lo recuerdo: estoy en la camilla. Bájate, sube. Puja. Me dicen todo eso. Hasta que les digo que no puedo más. Tú sí puedes. Señora, colabore, me dicen. Hasta que le dije a la doctora que no podía más, que tenía que parir. Entonces me hicieron bajar de la camilla otra vez y caminar a la zona de parto. Yo pensaba que ésa era la zona de parto. Y me acosté en una camilla donde te ponen las patacas al mundo, y una enfermera me dijo que mi niño estaba encajado. Cuando pierdes mucho líquido en el vientre tu hijo se encaja. Y se me montó encima y me hizo pujar. Usualmente a una mujer cuando le hacen labor de parto le colocan los jelcos y todo para inducir el parto. Pero a mí me colocaron un torniquete. El torniquete tranca las venas para que te puedan agarrar vía y poder extraer sangre. A mi me dejaron el torniquete, no se dieron cuenta y se olvidaron de sacarlo, entonces lo tenía puesto mientras estaba pujando para que saliera Guille. Me pudieron haber causado un trombo. Pude haber muerto de un infarto. Nadie se dio cuenta. Hasta que finalmente tuve a Guille. Y lo vi, me lo mostraron, vivía y era mi hijo. Entonces me empezaron a hacer transfusión de sangre, porque estaba muy débil, y decían: '¿Por qué no está pasando?'. Y cuando voltearon les dije qué es lo que tengo aquí, y ahí vieron el torniquete. Miércoles, decían, tenían el torniquete puesto y qué bolas… Y recién entonces empezó a pasar la vía. Ahí me pasaron a una habitación donde me acosté en una cama compartida. En un metro ochenta de cama estaba yo y una muchacha que también acababa de parir. Ella parió a las 3:45 y yo a las 3:46. Me lo acuerdo clarito, porque ella entró con el cordón umbilical colgando, así como te lo estoy diciendo. Ella parió en el pasillo del Hospital Universitario. Tenía veintiún años y era su cuarto hijo. Ella ya sabía cómo parir, cómo tener hijos, yo no. Yo jamás había tenido hijos. Y teníamos que compartir la cama. De repente una enfermera dijo: '¿Por qué esta niña que acaba de parir está compartiendo la cama?'. Y me pasaron a una camilla, luego me trasladaron a otra, y finalmente me pasaron a una habitación donde éramos cinco mujeres que acabábamos de parir, y una mujer más que había perdido a su hijo en el vientre. Éramos cinco mujeres con cinco bebés en sus cunitas, contra una mujer que su bebé había muerto. Estaba sola, escuchando los llantos de todos los otros bebés. Menos el de su hijo. Sabés, en ese momento no importa lo que sientas. Es tu hijo el que murió, y es el llanto de tu hijo el que puedes escuchar en las otras voces. Al día siguiente llegó la doctora. Nos tiró la ficha médica en la cara y nos dijo váyanse todas. Aquí no hay cama para más nadie. No habían pasado ni doce horas desde que habíamos parido. Estaba sola. Tenía mi celular y tenía a mi hijo. Pero el celular sin batería, porque no tenía corriente eléctrica para cargarlo, en el hospital no lo permitían. En el baño no había agua, así que me aguanté. Nos dieron de comer tres dedos de crema arroz y una arepa chiquita. El tamaño de mi mano de arroz, con cinco centímetro de alto. Y me quedé hasta tarde, porque tenían que hacerle unos análisis a mi hijos con unos reactivos que no tenían en el hospital. En la espera me dieron tres cucharadas de pasta. Te hablo literalmente: tres cucharadas de pasta. ¿Cien gramos? ¿O cincuenta?… Eso es lo que come un paciente en el Hospital Universitario de Caracas. Y entonces me devolví a mi casa… Me devolví a mi casa y siete meses después te estoy contando esto. Porque hoy Guille cumple siete meses, ¿sabías? Hoy tenemos que festejar. Llegaste en un buen momento. Yo le dije a mi mamá: Joaquín va a llegar cuando Guille cumpla siete meses. Es lindo que estés aquí, es importante para nosotros. En esta casa, salvo mi hermano el Christian, no vienen muchos hombres. El hombre venezolano es muy común. Si te hago un análisis antropológico es un sinfín. A nivel sociológico es un tipo muy puntual: es el que sigue los régimenes políticos, económicos y sociales. Sin embargo a nivel antropológico es un loco. Nunca tienes que confiar en un hombre venezolano. Él me dejó y se fue. Ahorita mismo está en Mendoza. Yo me había casado con él unos meses antes de que naciera Guillermo. No me acuerdo ni siquiera cuándo, perdí la fecha. Él se fue afuera buscando una estabilidad pero… so what? Nunca más volvió. Quedamos muy poco en contacto. A veces me manda cien dólares, con suerte una vez por mes, para comprar pañales o cosas. Pero las mujeres en Venezuela somos emprendedoras, somos bastante echadas para adelante, así que vamos a sobrevivir. ¿Por qué se fue Luis? Anda a preguntarle a él. Se fue por la situación país. Todo el mundo le llama 'situación país'. Estamos procesando el divorcio. El día que estaba dando a luz a Guille yo le dije que era su culpa, que él me había prometido que iba a dar a luz en un lugar bien bonito, y me respondió nosotros no cagamos plata. Y para qué te buscaste un niño, le respondí. Y para qué nos casamos, pensaba. Pero bueno, fue un momento de locura, un momento crítico de la vida: alcohol, drogas y rocanrol. Pero ahora lo tengo a Guille, que es lo mejor, así que no me arrepiento de nada. Yo no necesito un hombre. Lo que necesito es un país".
“Es tu hijo o vos”: la venezolana que en pleno trabajo de parto tuvo que recorrer seis hospitales de Caracas para dar a luz a su bebé
En un hospital no había luz, en otro no había anestesiólogo, en otros dos no habían camas. El relato de Lucero, una de las tantas historias de la Venezuela de hoy que se cuentan en el libro "En Venezuela, postales de un país al borde del colapso", que se acaba de publicar y retrata la vida de distintas personas bajo el régimen de Nicolás Maduro