A las cuatro de la tarde del 7 de enero de 1919, los trabajadores en huelga de los talleres metalúrgicos Vasena marcharon a los depósitos de la empresa, ubicados en Cochabamba y La Rioja, en el barrio porteño de San Cristóbal. Reclamaban que la jornada laboral bajase de once a ocho horas, un aumento en los jornales, descanso dominical y la reincorporación de delegados echados por la empresa. El conflicto había empezado un mes antes y la empresa de Pedro Vasena funcionaba con rompehuelgas y trabajadores que no habían adherido. Un grupo de huelguistas quiso frenar a unos esquiroles que iban a entrar a trabajar. Al no lograrlo, les tiraron piedras. Entonces, efectivos policiales que vigilaban la fábrica comenzaron a disparar a hombres, mujeres y niños. Hubo cuatro muertos y más de treinta heridos. Los metalúrgicos llamaron a la huelga de todo el gremio y estalló lo que pasaría a la historia como la Semana Trágica: un conflicto social de una magnitud sin antecedentes, que dejó cientos de muertos, el primer pogrom fuera de Europa y la politización de los militares, encargados de reprimir a los obreros. Para el gobierno de Hipólito Yrigoyen, el primero electo por la ley de sufragio universal, significó entrar en conflicto con las clases populares que decía representar. También iba a mostrar las tensiones con la inmigración, que se integraba a los criollos desde 1880, y el pavor de la derecha argentina al anarquismo, al que presumía a las puertas de un levantamiento de masas: la Revolución Rusa había ocurrido poco más de un año antes. Los interlocutores gremiales eran dos centrales obreras, escindidas de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA). En su V Congreso, en 1905, la FORA adhirió al anarquismo. Diez años más tarde, el IX Congreso determinó que la central no adhería a ninguna doctrina filosófica o política. Los anarquistas abandonaron el cónclave y así quedaron delineados los dos grupos. La FORA del V Congreso, anarquista, pasó a ser el núcleo intransigente por excelencia; mientras que el gobierno radical trataría de tender puentes con los dirigentes de la FORA del IX Congreso, liderados por Sebastián Marotta, de postura más conciliadora. La huelga general era un hecho la noche del 7 al 8 de enero, mientras se velaba a los masacrados. Marotta buscaba limitar el paro a no más de dos días y a una serie de reivindicaciones básicas, mientras los anarquistas lanzaban una proclama encendida en su diario La Protesta, que dirigía Diego Abad de Santillán. El 9 de enero, el paro general tuvo un acatamiento altísimo. No hubo transporte y se bloquearon los accesos a la fábrica Vasena. A las tres de la tarde comenzó el multitudinario cortejo fúnebre que llevó a la Chacarita a los caídos del día 7. Un delegado de la FORA del IX hablaba a los presentes cuando comenzaron los disparos de policías que rodeaban el cementerio. La Prensa contabilizó doce muertos. La Vanguardia, órgano de los socialistas, afirmó que fueron más de cincuenta. Cuando llegó la noticia a los talleres, los huelguistas que rodeaban el lugar comenzaron a disparar contra la fábrica. La policía fracasó en la represión y al anochecer entró en escena el actor determinante del conflicto: el Ejército. Tropas del Regimiento 3 de Infantería desalojaron a los huelguistas. Ese mismo día, y en previsión de que la policía fuese desbordada, Yrigoyen había nombrado como comandante militar de la Capital al general Luis Dellepiane. Por la noche, grupos anarquistas atacaron patrullas policiales. Los principales hechos se dieron en la Boca. La prensa masiva habló de cuarenta muertos en toda la jornada; La Vanguardia aseguró que superaban el centenar y que había 400 heridos. Sí había una coincidencia en las crónicas de los diarios: la ausencia de bajas en las fuerzas policiales y militares. Yrigoyen comisionó a uno de sus hombres de confianza, Elpidio González, para negociar con la rama conciliadora de la FORA. González se comprometió a que en 24 horas Vasena cedería a los reclamos que llevaron a la huelga y a liberar a los presos. Claro que marcó un límite: no habría indulto para Simón Radowitzky, preso desde hacía una década por haber ultimado al jefe de policía Ramón Falcón. La lucha por su libertad era una bandera de gran parte del movimiento obrero y de los anarquistas. A la noche, el plenario de asociaciones adheridas a la FORA del IX votó por continuar la huelga y se sumaron los ferroviarios. Al día siguiente, y ante la virulencia de las proclamas anarquistas, Yrigoyen virtualmente militarizó Buenos Aires. Unos 30 mil soldados del Ejército y otros 2 mil de la Marina se distribuyeron por toda la ciudad según el plan ideado por Dellepiane. Mientras, el presidente, tironeado por debates en el Congreso, en los que se alternaban reclamos de los socialistas para dictar una ley que amparase a los sindicatos y discursos de los conservadores que exigían el estado de sitio, se entrevistaba en la Casa Rosada con Vasena, que llegó acompañado por el embajador británico: el industrial se había asociado a capitales ingleses. Yrigoyen le reclamó que cediera a los huelguistas, en una jornada en la que llegaban noticias de ciudades como Rosario, Mar del Plata y Bahía Blanca: ferroviarios, portuarios, esquiladores, entre otros, habían paralizado sus actividades por completo. Para entonces, la disputa se libraba al seno del sindicalismo. La FORA del V quería profundizar la huelga; la FORA del IX se aprestaba a terminar el conflicto. Esa noche, Marotta anunció el fin de la huelga, con el apoyo de distintas facciones del socialismo. Sin embargo, la magnitud de la protesta hizo que no se acatara la resolución. Al anochecer, grupos anarquistas atacaron sin éxito varias comisarías. La tensión era tan grande que, cuando se sintieron disparos a metros del Departamento Central de Policía, se repelió un ataque que no era tal y el propio Dellepiane, que justo llegaba, fue recibido a balazos por sus hombres y salió ileso. 11 de enero: Vasena negocia con el gobierno radical y la FORA del IX. La jornada pasaba a ser de ocho horas, con aumentos del 50, 40, 30 y 20 por ciento según el jornal, más un cobro del 100 por ciento en el jornal de domingo. Además, se reincorporaba a todos los cesados e iban a ser liberados los detenidos, salvo Radowitzky. La facción anarquista de la FORA desconoció el acuerdo, igual que los metalúrgicos, que denunciaron no haber sido llamados a la negociación. La tarde del 11 hubo choques en Constitución y Balvanera. Un grupo intentó, sin éxito, asaltar el Palacio de Aguas Corrientes para dejar sin suministro a la ciudad. Por la noche, se dieron choques con la policía y un grupo formado un día antes en el Centro Naval, que respondía al nombre de Defensores del Orden, y que pasaría a la historia como Liga Patriótica Argentina, bajo el liderazgo de Manuel Carlés. Formada por miembros de la clase alta porteña, horrorizada por el ascenso del yrigoyenismo y los inmigrantes pasibles de ser expulsados por la Ley de Residencia, la Liga inscribió su nombre en la historia del antisemitismo. Mientras el 11 de enero las redadas terminaban con miles de detenidos, integrantes de la Liga se dedicaron a atacar negocios de judíos. Saqueos, incendios y palizas formaron parte del paisaje de esa noche. Un pogrom digno de aquellos de los que habían huido muchas víctimas de la Liga se consumó alrededor de Plaza Miserere. Entre los detenidos de aquella noche estuvo Pinie Wald, editor del diario socialista judío Avangard. Diez años después de los sucesos, publicó un libro en yiddish, titulado Pesadilla, en el que relató cómo fue torturado. Lo acusaban de querer implantar un soviet en la Argentina, al igual que al ucraniano Sergio Suslow y otros arrestados. A ese nivel había llegado la paranoia de la derecha. Los metalúrgicos levantaron la huelga el 13, y el 14 cesó el paro general. Ese día, radicales y conservadores aprobaron el estado de sitio en Diputados. La iniciativa naufragó a los pocos días en el Senado, donde la bancada oficialista fue su más fervorosa impulsora. El día que se levantó la huelga, La Vanguardia cifró los números de la represión en 700 muertos y 2 mil heridos. Para La Nación, totalizaron cien muertos y 400 heridos. Días más tarde, los principales bancos del país abrieron cuentas para depositar dinero a nombre de la flamante Liga Patriótica, una iniciativa que contó con el apoyo de la Bolsa de Comercio y la Sociedad Rural, entre otros grupos concentrados. Julio Godio, estudioso de la Semana Trágica, lo graficó así: “El gran capital extranjero y el nacional se coaligaban con el fin de contrarrestar la creciente combatividad y espíritu revolucionario de los trabajadores argentinos”. El 19 de enero se formalizó la fundación de la Liga, bajo el lema “Patria y Orden”. Entre apellidos como Martínez de Hoz y Nazar Anchorena figuraba el jefe de la represión: el general Dellepiane. Si Buenos Aires había sido epicentro de una violencia que los radicales aún hoy relativizan, con los militares como mano de obra, se podía replicar esa lógica en un conflicto similar a cientos de kilómetros. Fue lo que ocurrió en Santa Cruz en 1921. El Ejército asumía funciones que antes eran de la policía en cuanto al control social y la represión. La fuerza se politizó y se crearon logias militares durante los años 20. El camino quedaba tapizado hacia el primer golpe de Estado.
La huelga que terminó en masacre
El 7 de enero de 1919, el reclamo de los trabajadores de los talleres Vasena derivó en una represión sin precedentes, a cargo del Ejército, la policía y grupos de ultraderecha que durante una semana militarizaron la ciudad de Buenos Aires.